Ciudad de México. ¿Acaso se puede perder a alguien que nos hizo ganar tanto a sus lectores, sus discípulos y sus amigos? No perdimos a Alfredo López Austin, más bien ya lo habíamos ganado para siempre. Es momento de hablar de él como uno de los mejores escritores mexicanos contemporáneos, aunque le hubiera parecido una exageración inaceptable, pues no era esa su intención. Pero qué más podemos pedirle a un escritor importante si no esa relación graciosa con el lenguaje, con su escritura, con la expresión informativa y formativa de ideas, en su caso mediante los mitos y la historia. A gente como Alfredo, tan nítida en su proyecto intelectual y su actitud ética, paradójicamente no resulta fácil encasillarla.
Sí, antropólogo con un no-sé-qué de arqueólogo, que es como más se le conoce. Abogado de profesión, lo cual no fue irrelevante para su sentido de la justicia. Le gustaba considerarse historiador. Ciertamente uno de los grandes mitólogos contemporáneos a nivel mundial, fue inolvidable maestro universitario (un orgullo mayor de esos que tiene UNAM). Desde sus discreción y humildad características, fue un compañero y guía incomparable para los pueblos indígenas, para los movimientos estudiantiles y para la inteligencia progresista. Todo un referente, como está de moda decir.
Hace cinco años, en su 80 aniversario, este comentarista escribía aquí: “Nadie como él para descifrar los mitos de los antiguos mexicanos, su pensamiento y su probable realidad cotidiana. Paciente y generoso, reparte su lucidez con erudición y escritura privilegiada. Lector aventajado de Bernardino de Sahagún y sus informantes, de Francisco Hernández y los cronistas de la Conquista, habitante espiritual de los códices prehispánicos, siempre ha estado del lado de los pueblos vivos. Lee y escribe ese pasado indígena que permanece tenaz como nada en México, el auténtico profundo que conceptualizó Guillermo Bonfil.
La aventura intelectual de López Austin se cuenta entre las más emocionantes del México contemporáneo, siendo su piedra de toque Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas (UNAM, 1980). Perseguidor del mito y sus consecuencias, a partir de que explicó la cosmovisión del concepto físico que tenían los nahuas de sí mismos, afianzó el pulso que gobierna su amplia producción intachable. Esa que arranca en 1961 y lo hace prófugo de la abogacía: La constitución real de México Tenochtitlan”.
Con humor casi clandestino, de su trabajo con el cuerpo humano extrajo, ora sí que digestivamente, una hermosa y vieja historia de la mierda, escatológicamente ilustrada por Francisco Toledo, quien la publicaría en Oaxaca. De las sobras del cuerpo a la mierda como obra de arte.
Su libro más leído, El conejo en la cara de la luna (1994), reúne una serie de ensayos brillantes, modernos, accesibles, muy bien escritos, que aparecieron originalmente en Japón y en Ojarasca desde cuando se llamaba México Indígena, dentro de la columna “Mitologías” que mantuvo entre 1990 y 1992, donde elabora y concatena mitos y tradiciones humanas de todas partes. Allí enmienda la plana a su fáustico precursor George Frazer, autor de La rama dorada por sus insostenibles comparaciones universalistas (en realidad colonialistas, por eso le encantaban a Borges), pues “no tomó en consideración el contexto histórico de los pueblos”. López Austin llamaba a no olvidar que, “más allá de su valor estético, los mitos se entretejen –o se entretejieron– diariamente en la vida de sus productores”.
Ahondando en la vigencia de los mitos, publica en 2015 Los mitos y sus tiempos con el peruano Luis Millones. Nunca descuidó los saberes prácticos que subyacen en muchos mitos, y en el corazón de los pueblos. Especialista, y a la vez grácil divulgador, como lo fuera su colega Miguel León-Portilla, en años recientes publicó bellos y amplios ensayos en la revista Arqueología Mexicana, acogido visionariamente por su directora Mari Nieves Noriega.
En otro largo ensayo, texto de textos, Tres recetas para un aprendiz de mago, proponía “una explicación de los procedimientos mágicos para que estos sean entendidos como acciones lógicas dentro de un sistema de pensamiento. Acciones lógicas, sí, independientemente de que creamos o no en sus postulados” ( Ojarasca de abril de 1993). Toda una declaración de principios. Nunca condescendió con misticismos postizos. Podía no compartir las creencias, pero tenía el pulso para ver y respetar como filosofía ese pensamiento “otro”.
La legitimidad de su opus se cimienta en el compromiso con los indígenas de carne y hueso. Consejero de los zapatistas y de los pueblos originarios que participaron en los Diálogos de San Andrés (1995-1996), en 1999 fue capaz de comprender “la huelga del fin del mundo” en la UNAM, la primera que no venía de las clases medias. Pocos maestros supieron respetar aquella desesperación juvenil.
También es el historiador de Tamoanchan y Tlalocan (1994) y su indispensable El pasado indígena (1996) en coautoría con su hijo Leonardo López Luján, a su vez un arqueólogo de altos vuelos.
Riguroso en extremo, Alfredo declinó participar en las reciente temporada del civismo oficial desatada por el presunto “quinto centenario” de la caída de Tenochtitlan. Evitó siempre el historicismo arbitrario, del mismo modo que fue inmune al vistoso revisionismo de los historiadores blancos y de derecha. En general, no cayó en las ideologías académicas, pero su obra resulta compatible con el variopinto pensamiento decolonial y anticolonialista que recorre toda América.
Como historiador, estudioso de los mitos y ejemplar figura pública cuando hizo falta, logró la empatía con ese pasado vivo que también buscó Guillermo Bonfil Batalla, y me atrevo a decir que, al tener la fortuna de presenciar el gran despertar indígena de 1992 a este 2021, pudo llegar aún más lejos en los caminos verdaderos del México profundo.