Tengo frente a mí la reproducción de una bella imagen budista cuyo original se encuentra en la isla de Shikoku, en el templo de Yota (Ken de Kagawa). Forma parte de una serie de doce grabados en los que se representa a los Dioses Guardianes. La imagen es la de Gatten (Luna-Cielo). La obra es una xilografía sobre papel, en cuyo colofón aparece el nombre del grabador e impresor, Sou-un, y la fecha correspondiente al día 21 del tercer mes del año de 1407. La deidad lleva en sus manos la esfera lunar, en la que se ve, agazapada, una liebre.
La imagen hace pensar en la diversidad cultural de la percepción de la realidad. Aunque la Luna nos muestra siempre su misma cara, las distintas tradiciones del mundo han visto en ella formas muy diferentes: ya la liebre agazapada, ya una anciana que carga sobre su espalda un haz de leña, ya un rostro rechoncho. Sin embargo, entre la multiplicidad hay notables afinidades. Deben reconocerse semejanzas en pueblos que, a pesar de su distancia geográfica, han llegado a captar algunas realidades de modo parecido. ¿Por qué? Mucho ha de deberse a la simple coincidencia. Las formas de percepción de la realidad son el producto de ese trabajo en el que la interioridad del hombre se conjuga con la realidad externa. ¿Se ve una liebre en la cara de la Luna? Digamos que los cráteres lunares producen sombras que pueden hacer que los hombres crean descubrir una imagen familiar y, por alguna coincidencia, algunas tradiciones la identifican con la de un pequeño mamífero agazapado.
Lo anterior viene a cuento porque así como en el templo japonés de Yota aparece la liebre agazapada en la esfera lunar, en la tradición mesoamericana se dice que la Luna tiene en su cara la marca de un conejo. En varias representaciones pictográficas y escultóricas de Mesoamérica aparece la Luna como una vasija en la que descansa un pequeño mamífero.
Los mitos explican la presencia del conejo en la cara de la Luna. En un mito de los mexicas registrado por fray Bernardino de Sahagún en el siglo XVI, se dice que antes de que existiese la luz solar se reunieron los dioses en Teotihuacan y se preguntaron quién se haría cargo de iluminar el mundo. Un dios rico, llamado Tecuciztécatl (El originario del lugar del caracol marino), se ofreció a alumbrar la superficie de la Tierra; pero los dioses deseaban que lo acompañara otro candidato. Nadie manifestó el valor de hacerlo y cada uno de los que eran propuestos se excusaba. Los dioses hablaron por fin a un dios pobre y enfermo, Nanahuatzin (El Buboso), diciéndole: “Sé tú el que alumbres, bubosito”, y el dios enfermo aceptó el cometido.
Cuatro días se mantuvieron en penitencia ambos elegidos sobre los dos enormes promontorios de las pirámides del Sol y de la Luna. Tecuciztécatl llevó como ofrendas las plumas preciosas del pájaro quetzal y bolas de filamento de oro para encajar en ellas las espinas de autosacrificio. Las espinas no eran puntas de maguey: unas eran púas de piedras preciosas; las que debían estar cubiertas de sangre eran de coral rojo. La resina aromática que quemaba Tecuciztécatl como ofrenda era la más fina. En cambio Nanahuatzin, el enfermo, llevó al lugar de la ofrenda tres manojos de tres cañas verdes, bolas de heno para encajar las púas, y las puntas de maguey con las que se había punzado el cuerpo, untadas con su propia sangre. En lugar de resina aromática, Nanahuatzin quemó las postillas de sus bubas.
Acabada su penitencia, los dos dioses fueron preparados para el sacrificio. Tecuciztécatl fue ataviado con un plumaje llamado “olla de plumas blancas” y un chalequillo de lienzo. Los vestidos de Nanahuatzin, en cambio, fueron de papel. Cercano ya el tiempo del sacrificio, se encendió una gran hoguera preparada para la próxima cremación de los dioses. Cuatro días se mantuvo el fuego, y en la última noche se ordenaron los dioses en dos filas, mientras que los dos destinados al sacrificio se pusieron frente a la hoguera. Los dioses pidieron a Tecuciztécatl que se arrojara primero. Como dios rico, le correspondía tal honor. Tecuciztécatl trató de lanzarse a la hoguera; pero se arredró al sentir el calor de las llamas.
De nuevo lo intentó, fracasó y retrocedió en cuatro ocasiones. Entonces, como no era permitido hacer un quinto intento, los dioses se dirigieron al dios enfermo: “¡Ea, pues, Nanahuatzin, prueba tú!” El dios enfermo cerró los ojos y se arrojó al fuego al primer intento, provocando el crepitar de la hoguera. El dios rico, arrepentido de su cobardía, siguió a su compañero. Ambos fueron consumidos por las llamas.
Tras la cremación de Nanahuatzin y Tecuciztécatl, los demás dioses se sentaron a esperar el nacimiento del Sol. Todo el cielo estaba enrojecido por el alba; pero los dioses no sabían por dónde surgiría el astro. Algunos, entre ellos el dios del viento (Quetzalcóatl), acertaron al decir que el Sol nacería por el oriente. Salió por fin Nanahuatzin con todo su fulgor, convertido en Sol, y después salió Tecuciztécatl como Luna, también por el oriente y con la misma intensidad de luz.
Los dioses quedaron perturbados. No era conveniente que hubiera en el cielo dos astros que alumbraran con igual fuerza. Por ello, acordaron que el brillo de la Luna fuera disminuido, y uno de los dioses fue a golpear con un conejo la cara de Tecuciztécatl. Desde entonces su luz quedó ofuscada y la cara del astro conservó la mancha oscura del golpe del cuerpo del conejo.
Puede suponerse que este mito es muy antiguo, mucho más que el pueblo que lo contó a fray Bernardino de Sahagún. Tal vez fue transmitido durante siglos por otros pueblos mesoamericanos anteriores a la llegada de los mexicas a la cuenca lacustre del altiplano central de México. Esto es muy probable, puesto que muchos mitos mesoamericanos fueron comunes a mayas, zapotecos, mixtecos, mexicas, huastecos, tarascos y otros muchos pueblos de Mesoamérica, y lo fueron desde tiempos remotos. Sin embargo, ¿podemos afirmar que fue el mito el que produjo que los pueblos mesoamericanos percibieran un conejo en el rostro de la Luna? No es verosímil. Pese a que los mitos conservan sus elementos fundamentales, sin una variación considerable, a través de los siglos, hay formas de percepción de la realidad que tienen una permanencia mayor a la de los propios mitos. En el caso del conejo en la Luna, por ejemplo, hay en el fondo mucho más que la simple percepción de la mancha que los hombres distinguen cuando dirigen sus ojos al cielo nocturno. Existe todo un complejo de creencias y prácticas que incluye la idea de que allá, en la Luna, está el pequeño mamífero o su huella. Y este complejo de creencias y de prácticas está ligado a la vida productiva cotidiana del indígena, a sus actos rituales, a sus ideas sobre el funcionamiento del cuerpo, etcétera.
El conejo está en la Luna; pero, además, el conejo es el animal relacionado con el licor fermentado (el pulque), con el sur y con la naturaleza fría de las cosas; y la Luna es el astro relacionado con la embriaguez y con las transformaciones de los procesos de fermentación, con la menstruación y el embarazo. Muchos más son los vínculos entre los dos seres en las concepciones de los antiguos mesoamericanos, y buena parte de estas ideas siguen existiendo entre los indígenas del México actual.
Estas concepciones parecen tener más firmeza y perdurabilidad que los mitos mismos. ¿En qué se puede apoyar esta idea? En que, tras la Conquista, han sido más resistentes las concepciones que ligan al conejo y a la Luna entre sí, y a ambos con la fermentación y con los ciclos naturales, que el mito de Nanahuatzin y Tecuciztécatl tal como lo contaron los mexicas; y, al mismo tiempo, en que no desaparecieron los mitos que hablan del conejo en la Luna. Por el contrario, los mitos se siguen contando por los pueblos indígenas mexicanos, aunque son otros mitos, hoy diversos y abundantes.
* Fragmento del libro de ensayos publicado en 1994, una coedición de Conaculta/Era/INAH/INI. Presentamos este texto a los lectores de La Jornada con autorización del INAH.