En uno de sus libros − Excitable speech. A politics of the performance (1997)−, Judith Butler, buscando una teoría más amplia de la performatividad del lenguaje político que es a la vez definido por el contexto social y capaz de “romperlo” abriendo una suerte de brechas −o “fisuras” (J. Derrida)− para la acción política y analizando las maneras en las que “las palabras que hieren y agreden” amenazan directamente a nuestros cuerpos incitando a la violencia, subraya que los enunciados violentos no son “cuestión de opinión”: “el lenguaje represivo ES violencia” (T. Morrison). No obstante acaba argumentando que la defensa de los grupos vulnerables a través de la censura (el Estado) puede tener efectos adversos: la prohibición de cierto tipo de lenguaje impide una “contestación” efectiva por parte de los agredidos, cerrando el campo de la crítica e imposibilitando una respuesta política (pp. 77 y 78).
Buen ejemplo de esto −extremo, pero ilustrativo y no mencionado por Butler− es el negacionismo del Holocausto.
En The meaning of Hitler (2021), documental que disecciona “el potencial cultural sin fin” del nazismo sobre todo en tiempos del auge del nacionalismo, de la extrema derecha y de figuras como Trump −que según a la propia Butler “encarnaba una nueva forma del fascismo” (bit.ly/3mSyF38) algo reflejado en su lenguaje vejatorio e incitación a la violencia −Charlottesville, Capitolio−, y que en sus últimas semanas le recordaba incluso a “Hitler en el búnker” (bit.ly/30oyVj0)− podemos ver a David Irving, uno de los principales negacionstas, filmado sin darse cuenta durante un tour por el antiguo campo de exterminación en Treblinka, haciendo “chistes” antisemitas: “los judíos murieron porque no sabían trabajar: lo único para que eran buenos, era firmar cheques, jeje”, etcétera.
La crueldad −del antisemitismo, de la islamofobia, del racismo, del sexismo y de otras formas de discriminación− está, para empezar, en el lenguaje.
Aun así para Deborah Lipstadt, destacada historiadora del Holocausto que habla tras las escenas con Irving, “la gente como él no debería ser silenciada”. Si bien el negacionismo del Holocausto es considerado delito en muchos países −o sea, censurado (junto, por ejemplo. con símbolos nazis)−, e Irving (in)famosamente perdió una causa civil con Lipstadt (1996), fue él quien la demandó cuando se sintió agredido (sic) al ser tachado de “negacionista” en uno de sus libros: Denying the Holocaust (1993). Así −un poco en el espíritu butleriano de “dejar cosas abiertas”−, no fue censurado directamente por el Estado por sus alegaciones −a pesar de que podía haber sido−, sino cuando él mismo se sintió herido (sic) por ciertas palabras y el juez dictaminó que su descripción como “persona que de manera deliberada distorsiona y niega a la historia” corresponde a la realidad (además de que lo encontró ser “un antisemita” y “un racista”).
En un gesto parecido al de Butler, Noam Chomsky defendió el derecho de Robert Faurisson, otro conocido negacionista, de usar de introducción en uno de sus libros: Mémorie en défense (1980), ensayo suyo sobre el negacionsimo y la censura − Some elementary comments on the rights of freedom of expression− incluso sin su permiso y sin, mucho menos, estar de acuerdo con sus “argumentos”.
La censura en estos casos más que solución, desde el punto de vista político se vislumbra como problema.
Cuando hace unos años el parlamento israelí debatió acerca de la prohibición del uso de la palabra “nazi” −u otras invectivas asociadas el Tercer Reich− fuera del contexto histórico y educativo, los argumentos en contra seguían el razonamiento butleriano: la prohibición de estas palabras y/o comparaciones impediría una respuesta política: llamar “nazis” o “fascistas” a los sectores políticos israelíes −de los que sí hay− que corresponden a esta descripción. Para no buscar lejos: ex premier Netanyahu es el máximo líder/heredero del “sionismo revisionista” fundado por Vladimir Jabotinsky que lo modeló al estilo del... fascismo de Mussolini. Y esto sin tomar en cuenta lo que él mismo hacía en Gaza al grado de que a algunos (J. Saramago, G. Agamben) ésta les recordara “el campo de concentración” o en los territorios ocupados cuyo muro les parecía a otros “el muro del gueto de Varsovia” (Z. Bauman).
Por supuesto. El uso indiscriminado del lenguaje tiene consecuencias. Las palabras −no siempre, pero muchas veces sí−, llevan a la acción (otra vez Trump viene a la mente). Un ejemplo que pone Butler es el de Yitzhak Rabin (p. 44) cuyo asesinato en 1995 por un extremista judío por haber firmado los Acuerdos de Oslo fue producto de una larga campaña de incitación orquestada −esto Butler ya no lo especifica− por... el propio Netanyahu y sus seguidores. Oslo y Rabin según ellos que por meses marchaban con una efigie suya vestida en uniforme de la SS tildándolo de “nazi”, traían “el segundo Auschwitz y/o el Holocausto”.
El hecho de que tanto la propia Butler por su solidaridad propalestina, críticas al sionismo y al abuso del argumento de “antisemitismo” −véase Parting ways: jewishness and the critique of zionism (2012)−, como Chomsky, por lo mismo, acabasen censurados en múltiples ocasiones por el Estado de Israel, teniendo negada la entrada a este país y por extensión a los territorios ocupados palestinos, es, digamos, una “ironía” (para no usar alguna otra palabra más fuerte).