En la presidencia de López Obrador, como producto de la acción de gobierno, es posible afirmar que el Estado mexicano está recuperando su responsabilidad social y económica. Se dice fácil, pero tras 38 años de neoliberalismo no resulta una tarea menor recuperar la rectoría económica del Estado y su capacidad redistributiva de la riqueza.
Parece una hazaña difícil de imaginar luego de casi cuatro décadas de saqueo y corrupción, en un país en guerra durante 12 años y más de 200 mil muertos; con una deuda social inconmensurable; con una pauperización brutal de los salarios (74 por ciento de pérdida del valor real durante el periodo neoliberal) y de las prestaciones laborales (millones de trabajadores en outsourcing); con multimillonarios pasivos que atender en obra y gasto público y una deuda pública enorme (con intereses anuales de 400 mil mdp). Por si fuera poco, hay que agregar una pandemia que prácticamente paralizó la actividad económica durante la mitad de lo que va de este gobierno.
La inversión de recursos públicos para hacer efectivos derechos básicos como la salud, la educación y la alimentación, así como para una mejor distribución de la riqueza, no tienen precedente histórico. Ello es verificable en la contratación de miles de médicos y enfermeras, la construcción de decenas de hospitales y nuevas escuelas de educación superior, la basificación de miles trabajadores de la educación (y en ciernes también de los trabajadores de la salud), los millones de vacunas anti-Covid-19, las becas a millones de estudiantes, la pensión alimentaria a adultos mayores a partir de los 65 años, etcétera, así como en el incremento del salario mínimo en 42 por ciento de su valor real.
Se ha vuelto a ejercer la capacidad de regular y de dirigir el desarrollo económico, abandonado por décadas al supuesto libre mercado y a un empresariado mayoritariamente parasitario, corrupto y corruptor, beneficiario de las privatizaciones y poco o nada emprendedor, bueno salvo para conseguir contratos leoninos con el gobierno. El ejercicio estatal de esta capacidad es comprobable en la enorme obra pública que se realiza con recursos fiscales y sin adquirir nueva deuda pública; en el rescate legal y funcional de Pemex y CFE, empresas energéticas históricamente estratégicas en la promoción y conducción del desarrollo nacional; así como en el multimillonario aumento de la captación de ingresos fiscales y en la eliminación de las condonaciones y de la evasión fiscal sistemática de las grandes empresas. A lo que habría que agregar el combate a la corrupción gubernamental y empresarial, que ha logrado cerrar obscenas fugas de recursos públicos –de cientos de miles de millones de pesos–, como ocurría con los “negocitos” de las factureras, el outsorcing, la compra de medicinas, el huachicol, la energía eléctrica “autoabastecida”, las cárceles privadas, etcétera.
Este giro de 180 grados en el rumbo del país se logró luego de numerosas luchas de resistencia a la barbarie neoliberal y otras tantas por la democratización de la vida política del país. No fue hasta que con un tsunami electoral ahogamos en votos a las instituciones electorales, imponiendo la voluntad popular de cambio. Ciertamente que la reforma profunda de esas instituciones sigue siendo asignatura pendiente de gran importancia, pues el movimiento que logró esta histórica victoria electoral está obligado a crear instituciones electorales confiables, austeras y honestas.
También resulta imperativo continuar la batalla policiaco-judicial para acabar con la impunidad de la que han disfrutado los malandros en nuestro país y llevar ante la justicia a los jefes de dichas redes mafiosas y que, como todos sabemos, ocuparon la silla presidencial. Asimismo, limpiar el Poder Judicial es imprescindible para que desde ahí no se continúe perpetuando la impunidad y la corrupción. Sin olvidar nunca que la batalla cultural es igualmente importante, pues para lograr una victoria más profunda y duradera, es imperioso derrotar la lógica del individualismo posesivo –instaurada con el neoliberalismo y expresada en la inmoral justificación, tanto del sicario que jala el gatillo como del funcionario corrupto y de la gente bien de la delincuencia de cuello blanco– de alcanzar “el éxito” a toda costa y medido en pesos, reivindicando su estatus, privilegios e impunidad como recompensa a su “audacia” e “inteligencia”.
Falta mucho por hacer, pero en sólo tres años ya es posible reconocer el avance en la construcción de un Estado social y de derechos: ruta consistente con la urgente necesidad de un México más equitativo, justo y solidario.
* Investigador de la UNAM