Desde que Carlos Salinas dio los primeros pasos para permitir empresas eléctricas privadas, hasta que se consumó la reforma de Peña Nieto, la intención fue una y la misma. Pretendieron ceder la orientación, operación y control de la energía al mercado y quitársela al Estado. Y lo estaban logrando con creces. Durante ese lapso, la CFE se achicaba aceleradamente y con seguro destino a la marginalidad. En medio de ello se planchaban, a discreción, los intereses de los mexicanos. Esos políticos mandones, y sus correligionarios que participaron en este trasiego, llevaron, qué duda, su parte en el negocio. No lo hicieron, ciertamente, gratis. Unos por su ideología y otros por francas complicidades entraron con alegría en la subasta de esta industria de vital importancia y consecuencias. El mercado, para ellos es un mantra económico a seguir, rayano en lo religioso. Por lo demás, tal mercado es el terreno donde florecen prebendas asequibles. Para los agentes privados –alias los inversionistas– ese referente es el campo que también permite amasar fortunas. En cuanto a la energía, para el actual gobierno, por el contrario, se aprecia como un campo indispensable para el desarrollo y para igualar condiciones de vida.
Reglas del mercado implican, idealmente, un juego de prioridades regidas por eficiencias. Al menos en su concepción teórica pero, en la acción, ambas, ciertamente, reñidas con ardor. En realidad es dejar hacer a los que deseen participar en algún negocio que implique dificultades y riesgos. Tales jugadores no actúan con suelo parejo. Siempre buscan iniciarse con ventajas adicionales a sus propios méritos y capacidades. Y si el gobierno de turno les da un empujón, quedan agradecidos y hasta comparten algunas (pocas) de sus utilidades. Es el caso de la mayoría de las iniciativas emprendidas por el poder establecido durante los seis últimos gobiernos: desde 1980 hasta 2018. En especial en el último periodo, donde se alcanzaron alturas de corrupción soñadas. Pero fueron los panistas quienes mostraron inquebrantable fidelidad subordinada. Un tropel de mesías llegaron de su península para orientarlos en la ruta que aquí debían de seguir para concretar la cesión de la industria energética. Voraces empresarios, con experiencia en las privatizaciones de su patria, aconsejaron seguir la misma ruta. Y, gustosas, las administraciones panista y priístas se ayuntaron para tan magna aventura. En el proceso emprendido recibieron, con beneplácito singular, la concurrencia de casi la totalidad de la opinocracia mediática del México que entonces contaba. Creyeron, con inquebrantable fe, que se estaba “salvando a México”.
Hoy día todos esos adalides del pasado se lanzan, armas en ristre, contra la propuesta presidencial para reformar tres artículos constitucionales. Y, con ellos, puntos medulares que pretenden regresar al Estado la conducción de la industria energética de México. En el fondo, además del propósito político, subyacen varios puntos centrales de carácter financiero-operativo. En juego se encuentran varios cientos de miles de millones de pesos (471 mil millones de pesos) que, por ahora, no encuentran su honesto y transparente destino. Las cesiones que se hicieron durante esos cruentos años a empresas privadas, locales y extranjeras cayeron muy lejos de lo debido, lo legítimo y hasta lo legal. Se les permitió extender sus prebendas de permisos como productores independientes de energía (PIES) a otras funciones de autoabasto. Figuras extralegales que evadían el debido pago de transmisión en cantidades masivas. A estas artimañas se unieron otras más desvergonzadas que inscribían socios al por mayor en sociedades espurias. Con un peso (o un dólar) se entraba a sociedades que, en retribución, otorgaban utilidades por cientos de miles de pesos. Un desbalance total entre la aportación y el beneficio. En estos trasiegos, durante años, evadieron pagar miles de millones los cuales se repartieron entre los generadores y los usuarios de electricidad. El resultado eran facturas, valuadas en menos de la mitad, de la cuenta que debían de pagar alrededor de 77 mil consumidores comerciales e industriales. Como ejemplo se puede poner a cada uno de las tiendas Oxxo, cuya factura monta, en promedio por cada tienda, a 14 mil pesos mensuales cuando debería de alcanzar 40 mil pesos. Es decir, se le subsidia con 26 mil pesos; situación dispareja para cualquier tienda de abarrotes de ese mismo tamaño que cubre el total.
Pero esas cuentas no se toman en consideración a la hora de defender privilegios. La campaña contra la reforma versa sobre libertad de expresión, daño ecológico, modernización con energías limpias, expropiaciones, control y poder, cooptación de partidos, (PRI) elevación de precios, uso de combustibles fósiles, contaminación, atraso mental y otras linduras que nada tienen que ver con la realidad.