Morante de la Puebla acabó con el cuadro en el ruedo amanzanillado de la Real Maestranza de la Caballería Sevillana en la feria de San Miguel, que abrió las corridas de toros después de dos años de Covid.
Fue Morante vértigo de expresión pasional. Espiral de arriba hacia abajo en verónicas generadores de sensaciones, paso al toreo por pases naturales llenos de significado, arrastrados por gestos que incendiaban el crisol de los tendidos y daban paso a la ternura compartida toros y aficionados. Intercambio y búsqueda de fuentes toreras armadas de la entrega del torero en un volapié entrando por derecho y lentamente recreándose de lo inesperado del torear que es el volapié.
Poesía desbordada en la modulación matizada del torear acariciando, sordo y ciego del lancear sin tocar, fragor de loco frenesí entre imágenes húmedas, en la profunda división sol y sombra, en medio de sacudidas, continuación del pasado: giro caleidoscopio de colores, ritmo y magia heredado de los toreros del ayer buscadores de la huella en la memoria sin encontrarla; hasta que aparecía y no, porque era relación al paso de los toros de Adolfo Martín a ritmo atormentado de noches solitarias en que se escondía el toreo mágico, el inesperado. El de las auroras evocadoras de puyazos de punta a punta en todo lo alto como racimos de uvas, vapores de incienso, eco de cantares que encerraban la esfera, promesa de toreo grande y encuentro a su vez inesperado del duende revelador.
Verónicas en que nos veníamos desde lo más profundo del ser, danza común, red de significaciones mutuas que se volvían una al estar implicados en la pareja toro y torero. Visión y responsabilidad del otro, inscritos en doble espera de espiritualidad y encuentro de los instintos que se inscribían y diferían contra viento y marea y daban a cada pase al natural una relación de significado nuevo a lo largo de la faena y a pesar de que el otro sea “el ídolo idealizado”, proyección de sí mismo.
Real Maestranza de Caballería Sevillana, reino de las sombras y soles, sol y sombra y sol sombra, en democrático proceso de aceptar los miedos que impiden verlos. Pases naturales o verónicas cargando la suerte y rematadas debajo de la pala del pitón y creaban la sensación de que todos éramos uno lidiando al toro de Martín. Imperio subterráneo el de Morante de la Puebla de íntima radiación y acariciar al azar como no queriendo, así, suavecito, hasta caer integrados en estrépito de ondulaciones furiosas como las marinas al romper en los recovecos. Olas que, al estallar en las rocas encavadas, creaban belleza inexpresable muy parecida a las sensaciones arrulladas suavemente que abrían la curva del pase natural ligada con el pase de pecho que se repetía y se repetía: Vida en el éxtasis de la muerte.
Espacio torero en el que el lenguaje dejó espacio al cuerpo y éste habló en su lugar. Lumbre del sol dorado a la caída de la tarde, misterio de la hora amorosa en el crepúsculo. En lo que tiene de único, de mágico, el brotar de lo inesperado del toreo en la fugacidad del instante.
Toreo de Morante que sólo se puede decir al proyectar fuera de sí todo el exceso que lo habitaba. Cada pase, cada verónica, en este trance instaba a cada miembro de la pareja torera a expulsar la parte de muerte que ocultaba. Es decir, hay muerte en todo deseo. Esa es la grandeza del toreo pese a esconderse y sólo aparecer en algunas ocasiones, como la tarde que describo en que Morante resucitó el toreo.
Mientras esto sucedía en Sevilla, en la Plaza de Las Ventas madrileña, Antonio Ferrara mató seis toros “victorinos” de seis años (los cuales aprenden de un pase a otro), decidió regalar al sobrero, la autoridad no lo aceptaba y por fin se lo cedió. Como tampoco tuvo éxito decidió regalar otro toro. Pero la autoridad ya no se lo aceptó. Ferrara mexicanizó el toreo a la española al darle la alternativa a los toros de regalo (faenas que nunca terminan), ya que en ambas ferias no aparecieron los diestros mexicanos, sólo novilleros.
P.D. Ayer toreó Morante en Sevilla.