Ese domingo, como era usual, comíamos pantagruélicamente en casa mi familia y otra, peninsular/ hispánica, conformada por un viejo gruñón enajenadamente fumador, pero hacedor de mágicos brebajes (él me enseñó a preparar increíbles Manhattan con ron barato para no gastar en un buen y caro bourbon); su esposa, vestida este día y siempre, como si en vez de ir al súper fuera a un sarao en el Palacio de la Zarzuela, y el hijo de ambos: José Luis. Yo aportaba la munición de boca y madre e hijo se encargaban de transformarlos en exquisitas viandas que los domingos nos dedicábamos a yantar a chirla come (anticuada locución verbal que se traduce como juntarse a comer y hablar con desahogo y libertad).
En esos menesteres estábamos cuando el timbre comenzó a repiquetear imparable. Apenas quité el pasador, un pintor español avecindado en mi barrio entró hasta el comedor y, sin más, se sirvió unas copas. Los presentes lo miraban desconcertados hasta que lo presenté: el señor es un paisano de ustedes. Este personaje comenzaba a “hacer la América” como retratista de las esposas de importantes políticos entonces en el candelero. El pintor inició un abrumador soliloquio (monólogo para sí mismo), tratando de explicarse por qué el altercado que recién había tenido con su mujer lo había llevado a ese grado de paroxismo. Cuando necesariamente tuvo que tomar aire, el viejo Peral le interrumpió: “Me queda claro que usted es español, yo en cambio soy… no recuerdo si dijo vasco o catalán. (Josetxo siempre exigía ser considerado vasco y el honorabilísimo periodista, fundador del Partido Comunista Mexicano, don Rosendo Gómez Lorenzo, se ofendía cuando se le presentaba como español en lugar de canario).
Pero al señor Peral no le importaba tanto el lugar de nacimiento de su intempestivo interlocutor como conocer su filiación política, por eso agregó: “Por su edad usted debió haber sido un niño cuando el levantamiento militar contra la República, pero ¿cuál es su postura en estos días? El interrogado se quedó reflexionando, empezó a tamborilear sobre sus rodillas, luego se puso en pie y con tartajosa voz dijo: “Pinto. no canto, pero esta es mi respuesta. Si me quieres escribir ya sabes mi paradero. En el frente de Madrid, primera línea de fuego.” Y continuó: “Los cuatro generales, los cuatro generales que se han alzado, para las navidades serán colgaos, serán colgaos…” El viejo Peral, por rarísima ocasión, se quitó el cigarrillo de los labios y con una emoción que le llegaba de lejos sólo alcanzó a decir: “Por favor, déjeme estrechar su mano y brindemos porque la República sigue viva. De mi moderno modular, hoy pieza de museo, surgía la voz del joven Serrat, cimbrándonos con Las nanas de la cebolla, para mí, uno de los poemas más desmadrantes que he conocido.
De improviso, el pintor, ya entrado en confianza, a boca de jarro se atrevió a interrogar: “Y de todos los enfrentamientos en que participó, ¿cuál es el que más lo marcó?” El viejo Peral se quedó pensativo y luego dijo: “Mi último cometido fue el resguardo de una caravana de mujeres, niños y ancianos, familiares de gobernantes de pueblos con militancia abiertamente republicana, que trataban de salir del territorio para salvar la libertad o la vida. Se trataba de unos tres camioncitos que trasladan a unas 50 personas a la frontera noreste de España, es decir Francia y Andorra. Los escoltas éramos unos 20 milicianos. Poca vitualla, escaso combustible y mínimo parque para unas cuantas pequeñas ametralladoras de marca Mendoza que, enorgullézcanse ustedes, eran una generosa y muy valiente contribución de su presidente Lázaro Cárdenas. De pronto comenzamos a oír un zumbido que se hacía cada minuto más intenso y luego, en lontananza, aparecieron unos abejorros que pronto se convirtieron en pequeñas avionetas que nos rodearon y en vuelos en picada nos rociaban de proyectiles. Algunos de nuestros camaradas salían a campo y cielo abiertos y, sin protección alguna, enfrentaban a las nutridas descargas aéreas. Otros, ya sin municiones, tiraban a los niños a la tierra y se acostaban sobre ellos para que sus cuerpos fueran un escudo, el único posible, para salvar sus vidas”.
Iba aquí el relato, de suyo trágico, emotivo, estrujante, cuando el pintor emitió un profundo gemido y se lanzó sobre el viejo Peral: “No, no, puede ser posible. ¿Lo que usted cuenta fue el domingo “X” del mes “X”, del 39, en un camino vecinal en las faldas de los Pirineos?” El viejo Peral tambaleante y totalmente sorprendido asentía: “Es la fecha, es el lugar y la hora”. El pintor se le fue encima. Lo levantaba y besaba en ambas mejillas y en las manos, al tiempo que le decía: “He pasado años investigando lo acontecido aquel día en que nací por segunda vez”. El viejo Peral, austero, sobrio, con su cigarrillo en la boca, sólo alcanzó a decir: “Valió la pena: ustedes restaurarán la República”.
Esta historia se dio en mi casa y que Josetxo me hacía contar en toda ocasión. Yo la seguiré contando y estoy seguro, que a él le seguirá emocionando.