El entusiasmo por conmemorar que el comienzo de la dominación española en México cumple 500 años ha dado lugar a la aparición de muchos comentarios, algunos muy agresivos contra los peninsulares, y otros procurando suavizarlos. Lo que no ha dado señales de vida en público, al menos hasta donde lo puedo percibir desde mi rincón provinciano, es el orgullo hispano que comparten destacados miembros de la élite criolla y clerical, que hasta hace poco proclamaban públicamente la inferioridad de los aborígenes americanos y, por tanto, la conveniencia de apreciar y celebrar el enorme valor civilizatorio y cristianizador de conquistadores y colonizadores, tan cacareado antaño.
No obstante, no cantemos victoria: en este sentido, no faltan expresiones abiertas, veladas y francas, en ámbitos privados, que se solidarizan con los españolistas seguidores de esa bazofia española llamada Vox.
Pero, en términos generales, al parecer, podemos pensar que estamos iniciando una época en la que tenemos muestras de que se ha acrecentado el deseo de respetar mucho más lo mismo a los indígenas de antaño que a los de hogaño. Hace ya tres décadas largas que apareció el famoso y extraordinario libro titulado México profundo, de aquel gran antropólogo que se llamó Guillermo Bonfil Batalla, quien hizo planteamientos muy serios y sólidos en este sentido, mas, a pesar de ello, la aplicación de los criterios de equidad a las relaciones con la sobrevivencia de los pueblos originales no ha avanzado gran cosa. Ojalá la retórica desatada ahora sirva para algo.
Todo lo que se dice desprende un tufillo a quienes tenemos un concepto de país que no se concentra exclusivamente en lo acontecido en el valle de México y su inmediato entorno. En lo que fue Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, la resistencia indígena sobrepasó todo lo imaginable en Tenochtitlan y sus alrededores.
No me ha tocado el gusto de ver una mención siquiera a Tenamaztli, quien encabezó en buena medida la rebelión indígena de mayor volumen en todo el continente, a la par de la Araucana, y se requirió para medio someterla de una de las movilizaciones de mayor envergadura en toda la época colonial.
El propio Pedro de Alvarado menospreció a los llamados genéricamente “cazcanes” y, como consecuencia, “madre le hizo falta pa’ que se la rajaran…”, pero no se acabó entonces la rebeldía: con el nombre ulterior de Guerra Chichimeca, duró medio siglo más…
Asimismo, me permito recordar la sabiduría mexicana que arremete contra la conquista y, más aún a quienes pretenden defenderla, que lo peor de lo que algunos antropólogos llaman cobardemente el “contacto”, no fue la guerra misma, sino una colonización que se cimentó en una explotación del hombre por el hombre con grandes ribetes genocidas. Bien se dice que si no se llevaron a cabo tareas generalizadas de exterminio, se debe a la necesidad de mano de obra.
Recuérdese que los españoles eran unos expedicionarios dispuestos a grandes esfuerzos, pero por ningún motivo al trabajo que se requería en la relativa paz. Las generalizadas demográficas cifras de que la colonización civilizatoria de los españoles significó un descalabro de 90 por ciento en un siglo, reiteran la consideración de que la palabra genocidio no está alejada de la realidad. Esto, sin contar aquellos parajes en los que el exterminio fue de verdad.
Y hablando de explotación, no olvidemos a los negros traídos por la fuerza en las peores condiciones imaginables…