Si nuestra cultura fuera una novela policiaca podríamos ver cómo el personaje central pasó de ser el detective, al asesino y, finalmente, a la víctima. El inspector representó la habilidad de la autoridad racional para ir relacionando huellas, pistas, testimonios, y desentrañar el enigma. El asesino, la transgresión pero, sobre todo, sus motivos. La víctima, por su parte, gritó pero nadie atinó a escucharla y su historia es, en esencia, la ineptitud de la autoridad y los deseos de vengarse. La confianza científica en Sherlock Holmes dio paso a la fascinación sicológica por el asesino serial y, a su vez, a la indignación política por los agraviados.
Uso esta ficción policiaca para tratar de pensar cómo la politización obligada de la derecha es, en principio, la insistencia en ocupar un inmerecido lugar de víctimas. Si por ellos fuera, el gobierno de la 4T los ha perseguido por ser opositores, medios de comunicación, intelectuales, científicos; no por sus desvíos de fondos o alquiler de conciencias, sino por lo que son. En su intento por esquivar la autocrítica, han trivializado la persecución política y han puesto todas las violencias en el mismo nivel. Decir que un medio de comunicación mintió, lo toman como un atentado a la libre expresión; que se investigue la turbiedad de un fideicomiso dedicado a la ciencia, un asedio a los académicos; que se reduzcan los gastos suntuarios de los institutos autónomos, una agresión contra la democracia. Aunque no les ha funcionado, su método es tomar la parte por el todo y tratar de constituirse en un grupo perseguido, trivializando toda una historia nacional de verdaderos agraviados. En su nuevo lugar, acusan al otro de “polarizar” –que no es más que poner en el espacio público a las partes de un conflicto– y de esparcir el odio.
La derecha llegó a la política obligada por haber perdido los canales privados de las decisiones públicas. A ese presente que se le extravió lo evoca ahora como armonía pasada, añora la “dictadura perfecta”, y su propia relevancia ante la masa anónima y plebeya. Tratando de encontrar un lugar, ha usurpado el espacio de las víctimas reales y, con ello, banalizado lo que como cultura entendemos por persecución política. Vale la pena recordárselos: el discurso de odio no es lo que odias de un discurso. Es la circulación de ideas sobre la inferioridad de grupos históricamente oprimidos, como los indígenas, las mujeres, los discapacitados, los inmigrantes. Es un prejuicio que hace generalizaciones negativas sobre un grupo por su color de piel, género, nacionalidad o neurotipicidad. Es una forma de expresarse de los individuos tomando el todo por la parte y violentarlos por su relación con un grupo que a tus ojos sería el responsable de lo malo existente. El ejemplo más gritado por la derecha son los inmigrantes; se les golpea y evade, no por ellos mismos, sino porque “nos quitan los trabajos, la salud, y la educación”. Así, a ojos de la derecha, los gays son pederastas, los musulmanes son terroristas, los judíos sólo ven por su dinero, y los inmigrantes son invasores. El odio político es algo que comienza en una generalización de un grupo al que se le evade, por ejemplo, segregándolo o evitando incluso pasar por “sus barrios”, para pasar a negarle el acceso a servicios y oportunidades, a atacarlo y exterminarlo. Hay, por supuesto, un tránsito entre sentirse amenazado por un color de piel, un acento, una apariencia, e ir a agredirlo. Quienes dan ese paso adquieren un aire moral de vengadores con una misión que es justo evitar que una invasión de otras personas devalúe su propiedad, corrompa a los niños, o atraiga el delito.
En México, el odio político ha sido hacia los pobres y tiene un carácter de desdén, de menosprecio. Es el juicio a las personas por su apariencia, cuyo tono de piel, ropa, modo de hablar, se estigmatiza en perezoso, vago, ignorante, potencialmente delincuente, y predestinado a la servidumbre. La “dictadura perfecta” era, también, la de las apariencias. Para la élite, el prejuicio era su única forma de conocer. Y es difícl tener empatía cognitiva (ponerse en el lugar del otro) o emocional (sentir sus problemas) cuando no se tiene contacto con el grupo al que responsabilizas del deterioro nacional por su falta de modernidad. Ahí reside el discurso de odio de la derecha mexicana recién inaugurada en las disputas públicas: el moreno es inculto, remedo del hombre civilizado, y ahora que se ha hecho de los sufragios, es un improvisado, caprichoso, sin respeto por el lugar que le corresponde en la escalera de las castas.
Todo odio político es, en un inicio, una desorientación por el cambio en las coordenadas con las que se juzgaba el presente. El miedo, la sensación de humillación o la ira se convierten en odio cuando se juzga como ilegítimo un obstáculo para acceder a lo que vemos como un merecimiento y señalamos a un grupo social y cultural como responsable. En el caso mexicano, la derecha ha decidido personalizar en un cargo, el del Presidente de la República, su sensación de extravío. El cambio, mayor o menor, en el canal privado que permitía decidir en lo público, los ha arrojado a un papel, el de las víctimas, que no les corresponde y cuya usurpación banaliza lo que han sido las verdaderas violencias políticas en el país.