“Mire al pajarito, cantándole a la paz; mire a los niños, jugar en libertad” son líneas de la canción Bello amanecer que cantaba hace cinco años Camilo, un guerrillero de las FARC, en los días en que organizaron la décima conferencia en septiembre de 2016. El contraste entre la novena –realizada en medio del Plan Patriota en el más completo sigilo en 2007– y la décima, es que esta última se convirtió en una semana de festival de periodistas, artistas y guerrilleros; sería la última que realizaría este grupo guerrillero. La orquesta de las FARC, los Rebeldes del Sur, guardaban entre líneas de sus canciones el sino de la guerra; durante el Plan Patriota, 11 de los 14 músicos murieron. Camilo era un sobreviviente.
Entre el 17 y 23 de septiembre de 2016 las FARC refrendaron los acuerdos en esa reunión en un debate interno del que no se ha unido el rompecabezas. Las diferencias internas dentro de las FARC ya eran una realidad a lo largo de la negociación y dos bloques empezaron a hacerse visibles; uno más cercano al gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y otro que no. Una de las latencias de la tensión detonó con lo acordado sobre el desarme; mientras un sector –el que lidera el actual Partido Comunes– seguía la línea del gobierno, de afirmar sin desarme no hay firma, otro –el que regresó a las armas– insistía en un de-sarme gradual a medida que el gobierno empezara a cumplir. Otras versiones afirman que la aprobación del desarme completo se hizo a espaldas de algunos de los integrantes del equipo negocia-dor de las FARC.
Así, la décima conferencia fue el reflejo de unas FARC profundamente divididas. Cuando hablé en ese momento con la tropa – la guerrillerada– que esperaban mientras sus jefes discutían y todas las respuestas sobre qué iba a pasar cuando entregaran las armas, eran diferentes y no tenían ninguna claridad de qué iba a ocurrir; una de las que encontré entre mis notas es la que afirmaba que iban a guardarlas en una caja cuidada por Naciones Unidas y si el gobierno incumplía, ellos iban a sacarlas para defenderse. De regreso, recuerdo una inquietud que me planteó una guerrillera, que si sabía cómo los iba a recibir el país, si los iban a aceptar Yo no supe qué responder.
Entre el 26 de septiembre y el 2 de octubre de 2016 se concretó el camino de la coyuntura crítica que en Colombia se llama posacuerdo. Desde la décima conferencia en el sur del país, el equipo negociador, miembros del Estado Mayor y líderes de toda la nación viajaron a Cartagena de Indias. El 26 de septiembre –el día que en México se recuerda a los 43 estudiantes normalistas desaparecidos de Ayotzinapa– se firmó en Cartagena el acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, en medio de una puesta en escena marcada por la presencia de actores políticos como Ban Ki-Moon y Raúl Castro –incluyendo un Enrique Peña Nieto tomando fotos con su celular desde la tarima– y el tono chillón de la camisa blanca tropical muy usada entre las élites políticas bananeras que insisten en parecer realeza entre países despojados.
El 2 de octubre se realizó el plebiscito por la Paz en Colombia. Sólo 37 por ciento del país salió a votar y en una votación muy cerrada, con únicamente 50 mil votos de diferencia, ganó el no. La campaña por el no a los acuerdos la lideró el partido Centro Democrático –encabezado por el ex presidente Álvaro Uribe Vélez– y su jefe de campaña afirmó que lo que querían era que “la gente saliera a votar berraca”, enviando una serie de mensajes mentirosos, como el que se había firmado quitarle dinero a los programas para las poblaciones vulnerables para dársela a los ex combatientes, expropiar a los ricos e imponer la “ideología de género”. El impulso a los acuerdos en una semana oscura se lo dio el apoyo internacional a Juan Manuel Santos a través del Nobel de Paz que se le otorgó días después del plebiscito.
Se abrió un proceso de renegociación con quienes lideraron el no que desdibujaron varios elementos claves del acuerdo de paz, por ejemplo, introdujeron la posibilidad de seguir asperjando con glifosato a los campesinos que cultivan coca. En una recepción menos pintoresca, se firmó un nuevo acuerdo en noviembre de 2016. El Congreso de la República y la implementación en terreno harían lo propio haciendo nuevas modificaciones y desfigurando lo acordado en desmedro de las poblaciones y de las víctimas.
Días antes de la firma empezó a notarse de nuevo lo que la algarabía por la paz no dejaba escuchar claramente y era el asesinato de líderes campesinos, sociales, profesores, ambientalistas y de pueblos étnicos que no dejaron de ser objeto de la persecución. Eso fue a raíz del asesinato de Erley Monroy, líder campesino del sur del país, días antes de la última firma.
* Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana, AlaOrillaDelRío. Su último libro es Levantados de la selva