Si algo ha caracterizado al gobierno de López Obrador es el creciente contraste entre una narrativa que afirma la concreción de una transformación histórica para el país y los reiterados golpes de realidad que la sociedad mexicana experimenta, que subrayan las asignaturas pendientes de esta administración; especialmente al recordar los núcleos de la agenda que enarboló el entonces candidato y que en buena medida lo condujeron al triunfo electoral: la lucha contra la corrupción y la impunidad, y la erradicación del régimen de privilegios para unos cuantos; todo ello resumido en la emblemática frase: “por el bien de México, primero los pobres”. Por eso, una vez iniciada la segunda mitad del mandato de López Obrador, vale la pena volver a preguntar: ¿dónde se juega la 4T el cambio de régimen?
Mientras el sábado pasado se anunció un decreto para el esclarecimiento histórico y la procuración de justicia respecto de las violaciones a derechos humanos en la guerra sucia; también la semana pasada, el 26 de septiembre, el caso Ayotzinapa cumplió siete años sin verdad ni justicia. Ayotzinapa representa para los mexicanos por numerosas razones un agravio paradigmático y, por ello, para la 4T constituye también una oportunidad no sólo de desmentir las versiones oficiales construidas e impuestas, sino de reconstruir auténticamente la verdad histórica, de determinar sanciones y consecuencias para los responsables de los hechos; y de marcar un precedente decisivo de no repetición de graves abusos. Lamentablemente, ello no sucede. La investigación realizada durante esta administración ciertamente ha permitido advertir que la versión oficial del gobierno de Peña Nieto carecía de sustento, pero no se ha desmontado el aparato de macrocriminalidad que auspició la tragedia y, peor aún, no sabemos el paradero final de los estudiantes. Sin ello, este gobierno no puede afirmar que ha marcado un antes y un después.
También en materia de corrupción e impunidad hay, desafortunadamente, ostensibles inconsistencias; pues, si bien se han iniciado procesos de investigación y sanción a responsables de actos contrarios al debido uso y cuidado de los bienes públicos, estamos ante una impunidad diferenciada. Parecería que los procesos judiciales de este gobierno, que inicialmente había ofrecido impulsar una justicia transicional, están sometidos a un acuerdo tras bambalinas de protección a los funcionarios del sexenio anterior; mientras a Genaro García Luna lo dejaron cumplir su proceso judicial en Estados Unidos, al general Salvador Cienfuegos le suspendieron su proceso y lo trajeron de vuelta a México. De Alonso Ancira se informó que se comprometió a devolver lo robado, pero hasta hoy no tenemos evidencias de que haya cumplido; por no abundar en el caso de Emilio Lozoya, quien está fuera de prisión en carácter de colaborador de las autoridades judiciales. En resumen, tenemos nada más gestos desarticulados en torno del combate a la impunidad, pero aún no un macroproceso en cascada e integral que evidencie y desmonte la corrupción sistémica y generalizada de la que formaron parte muchos funcionarios ligados a Lozoya y el caso Odebrecht.
El cambio de régimen se juega verdaderamente, en el desmantelamiento de las estructuras de privilegio y de impunidad del sistema político; y porque ello no ha ocurrido, queda claro que la 4T no puede aún calificarse de cambio de régimen; para ello debe esclarecer a cabalidad casos eminentes como Ayotzinapa y garantizar procesos de justicia legítimos contra las graves violaciones a los derechos humanos y contra los pactos de impunidad que se han perpetuado alrededor de delitos del pasado.
La apelación a la corrupción, la impunidad y los privilegios han sido componentes esenciales del discurso legitimador de la 4T desde el proceso electoral de 2018. Ciertamente se han llevado a cabo algunas acciones valiosas, como poner topes a los salarios de los altos funcionarios, se ha observado una rigurosa austeridad presupuestaria, y se ha echado a andar una amplia agenda de reformas a los derechos laborales en beneficio especialmente de las clases trabajadoras, tales como el aumento al salario mínimo. Ello, repetimos, es justo y es necesario, pero sólo las evidencias de una desarticulación de los pactos de impunidad y corrupción nos permitirán acreditar la vigencia de un auténtico cambio de régimen.
El cambio que necesita nuestro sistema político se logrará con reformas estructurales, normativas y jurídicas, pero también con una nueva generación de servidores públicos que traduzcan estas exigencias y necesidades en actitudes y procedimientos concretos, que generen una nueva forma de hacer gobierno, de gestionar la infraestructura y los bienes públicos, de hacer viable la democracia en entornos de alta polarización, desigualdad y violencia; y con la concreción de procesos claros y efectivos de justicia, verdad y reparación.
Datos conocidos en los días recientes sobre el caso Ayotzinapa indican el involucramiento de autoridades previamente no indagadas. Baste mencionar que un perpetrador, en carácter de colaboración, ha manifestado que un grupo de estudiantes pudo ser trasladado a las instalaciones del propio 27° Batallón de Infantería. Ello obliga a reiterar la pregunta sobre si la actual administración realmente estará dispuesta a desmontar el andamiaje de macrocorrupción, desvelando los niveles de responsabilidad tanto individual, como institucional.
En resumen: mientras los mexicanos no tengamos evidencias de procesos integrales y sistémicos de acceso a la verdad y a la justicia; ni de la disolución de las estructuras y los pactos para la perpetuación la impunidad y los privilegios injustos, no podemos acreditar un auténtico cambio de régimen.