El viernes pasado fueron revelados dos documentos relacionados con el caso Ayotzinapa. Se trata de transcripciones de llamadas que obtuvo el Ejército Mexicano desde 2014 –una, la propia noche de los hechos– y que hasta hace poco habían permanecido ocultas.
Se ha querido sugerir que la llamada “verdad histórica” se confirma con los documentos. Nada más falso. En las transcripciones participan actores no investigados en tal versión –por ejemplo, otras policías–, que hablan de posibles sitios de paradero no identificados –por ejemplo, una “brecha” que no se conocía–, que refieren dinámicas diferentes a la postulada en la versión oficial –por ejemplo, se habla de “camas”, en posible referencia a fosas–, y que aluden a otros círculos de complicidad, por ejemplo, se alude a la intervención de la policía ministerial guerrerense.
Precisamente porque estos documentos aportan información relevante, los familiares de las víctimas, el grupo de expertos independientes que acompaña el caso y los organismos civiles de derechos humanos que representamos a las familias hemos lamentado que se difunda así evidencia de una investigación en curso. La falta de contextualización de los documentos y la ausencia de una investigación más profunda que verifique lo que se dice en ellos facilita que su contenido se tergiverse; peor aún, pone sobre aviso a los investigados, abonando a que se evadan de la justicia o a que se atente contra su vida. Esto último, cabe decir, en un contexto en que se ha informado que varios testigos han sido privados de la vida y en que, como ocurrió en días pasados cuando un perpetrador iba a ser detenido en el estado de México, incluso las propias autoridades federales, con operativos improvisados y fallidos, han privado de la vida a informantes relevantes.
Pero el reclamo de las familias no se ha limitado a esto. Su legítima molestia deriva de que ha quedado de relieve, a siete años de los hechos y tres de la actual administración, que efectivamente el Ejército Mexicano siempre ha tenido en su poder más información sobre la desaparición de los normalistas.
Aunque se emitió en diciembre de 2018 un decreto presidencial con el que las fuerzas armadas se obligaron a entregar toda la información sobre el caso y aunque desde entonces han existido múltiples solicitudes al respecto, apenas hace poco pudieron conocerse las transcripciones. El Ejército ha seguido administrando la información.
La molestia de las familias es comprensible, pues la opacidad castrense ha jugado en contra del propio esfuerzo de esclarecimiento de esta administración. Si la comisión presidencial y el fiscal del caso hubiesen tenido acceso a esta relevante información desde el inicio del sexenio, probablemente el saldo a tres años sería diferente. Hay que decirlo de nuevo: es fundamental que las fuerzas armadas entreguen toda la información con que cuentan y que, eventualmente, ésta se haga del conocimiento de las familias y posteriormente de la sociedad, a través de mecanismos adecuados y en el marco de explicaciones integrales de lo ocurrido.
Más allá del caso, la información revelada es inquietante. No es claro bajo qué condiciones el Ejército practicó las intervenciones telefónicas ni cómo, hoy que las fuerzas armadas se encuentran más empoderadas que nunca, se evita en el presente que esas labores ocurran de manera ilegal y discrecional. Además, dados los antecedentes, no puede descartarse que los elementos castrenses cuenten con más información.
Poco a poco se avanza hacia la verdad en el caso Ayotzinapa.
Factores como el paso del tiempo, las resistencias institucionales, las redes de protección o la ejecución de informantes, juegan en contra de ese esfuerzo. Justamente por ello, es fundamental que la propia acción gubernamental no sea un obstáculo más.