“En silencio o a gritos, en calles y plazas, ante las embajadas o los edificios públicos, en espacios de trabajo, donde quiera que estemos y por todos los medios a nuestro alcance,” el viernes 24 no sólo mostramos en docenas de países y miles de lugares que los zapatistas no están solos. Demostramos también que estamos decididos a resistir los atropellos interminables que padecemos en todas partes, “con la abierta complicidad de quienes tienen la obligación legal y política de impedirlos” (https://unitierraoax.org/2410-2/).
No aguantamos más. La situación llegó realmente al límite. “Chiapas es polvorín”, escribió en estas páginas Luis Hernández Navarro el pasado 31 de agosto. Se acerca el peligro de “una indeseada explosión”. La tenemos ya, tocando a la puerta. La escalada de la Oraco parece concebida para provocarla. Pero la sonrisa cínica del gobernador de Chiapas se congelará pronto, cuando empiece a padecer las consecuencias de lo que ha provocado.
La Oraco ejemplifica bien lo que está ocurriendo. Nació en 1988 como una organización legítima y combativa de caficultores de Ocosingo. Diez años después fue transformada en una ensalada peligrosa. Ex guerrilleros, desertores zapatistas resentidos por haber sido destituidos por abusos, y otras muchas personas la convirtieron en un organismo dedicado a disputar apoyos y cargos públicos. Poco a poco se fue transformando en organización paramilitar bien armada, dedicada a asolar, despojar y aterrorizar una zona cada vez más amplia (https://desinformemonos.org/la-larga-historia-de-violencia-paramilitar-e-impunidad-de-la-orcao/)
Ha gozado de abierta impunidad. Empezó con Pablo Salazar en 2000 y se agravó con el actual gobernador. Una o dos veces al mes realiza bloqueos para imponer derechos de paso a los automovilistas, de 150 a 250 pesos. Parte de ese dinero se destina a comprar armas cada vez más sofisticadas, con las cuales se amenaza y hostiliza a comunidades enteras lo mismo que a organizaciones de derechos humanos. Se hostiga continuamente a bases de apoyo zapatistas, que han sufrido diversas formas de despojo y agresión directa. Hay evidencias múltiples de cómo estos cuerpos paramilitares, cada vez mejor armados, operan como instrumentos de las autoridades locales, las cuales garantizan impunidad a cambio de diversos “favores”. No sólo ocurre en Chiapas.
La escalada reciente da otro carácter a esa impunidad. La proliferación del secuestro provocó que desde 2008 aumentaran los recursos legales y las capacidades de respuesta del gobierno federal ante un delito que lastima profundamente a la sociedad. Debe tomarse seriamente en cuenta que el secuestro reciente de miembros de una junta de buen gobierno zapatista fue pronto un hecho público, bien caracterizado, y que su liberación se asoció con negociaciones realizadas por párrocos locales. Hubo gestiones ante el gobernador y denuncias de toda índole. Nada hicieron las autoridades estatales y federales.
El asunto es aún más grave. Las comunidades chiapanecas observan con preocupación que los seis cárteles llegaron al estado junto con la Guardia Nacional y disputan ahora entre ellos los corredores para el trasiego de drogas. Una y otros parecen coexistir en armonía, lo que da otro significado al lema de “abrazos, no balazos”, que se presentó como una alternativa a la guerra de Calderón. Y sí, es otra guerra.
La paciencia de pueblos y comunidades se agotó ya, como la de los zapatistas. Se disponen a reaccionar. No todos podrán hacerlo en forma organizada y capaz. Por eso no es una explosión deseada y el precio puede ser muy alto. Pero están dispuestos a pagarlo quienes no soportan más lo que ocurre.
Tiene razón la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana: “Sin justicia no habrá paz”. Lo contrario es igualmente cierto: sin paz no habrá justicia. Por lo pronto, no hay justicia ni paz. Es lo que padece un número creciente de personas. Cuando la secretaria dice que “la impunidad puede poner en riesgo la lucha por frenar la violencia”, es inevitable preguntarse si la que abiertamente patrocinan las autoridades, como se demuestra en Chiapas, busca exactamente lo contrario: provocar la violencia ( La Jornada, 27/9/21).
Se hace cada vez más evidente el sentido de una política que parece creer seriamente en que es posible domesticar al capitalismo y ponerlo al servicio de la gente. Mientras los bancos ganan más que nunca, se extiende el despojo como principal forma de acumulación de riqueza y una mayoría tiene que luchar por la supervivencia. Es cierto que las innumerables formas de violencia que se están usando logran el sometimiento de muchas personas que deben rendirse a ella. Con inmenso resentimiento, esas mismas personas podrían estar en la primera línea de batalla si la explosión estalla. Y muchos hay que no se someten.
No estamos llamando a las armas. Al contrario. Como dice Raúl Zibechi, la travesía zapatista es “un inmenso abrazo colectivo, para hacernos comunidades más fuertes, enfrentando juntos la tormenta” ( La Jornada, 30/7/21). Lanzamos la última llamada para que quienes tienen la responsabilidad y obligación de actuar contra la impunidad hagan lo que dicen.