Miles de personas se manifestaron ayer en alrededor de 300 ciudades de Brasil, así como en otros 17 países, para pedir la destitución del presidente Jair Bolsonaro. Las protestas aglutinaron a partidos de izquierda, centrales sindicales, integrantes de minorías como la comunidad de la diversidad sexual, y ciudadanos sin afiliación que reclaman al Congreso procesar el centenar de pedidos de juicio político contra el mandatario de ultraderecha, cuyo trámite se mantiene congelado por el líder de la Cámara de Diputados, Arthur Lira.
Al mismo tiempo que los brasileños volvían a las calles para expresar su exasperación con la frivolidad, el autoritarismo y la corrupción rampante que caracterizan al bolsonarismo, se hizo público que la Fiscalía Federal abrió una investigación contra la primera dama, Michelle Bolsonaro, por usar su influencia para favorecer a empresas de amigos en la concesión de créditos del programa de emergencia de la entidad bancaria pública Caixa Econômica Federal durante la pandemia de coronavirus.
El caso contra su esposa es sólo la más reciente de las causas judiciales que enfrenta el entorno del mandatario. Además de que él mismo es investigado por “omisiones” en informar a la policía acerca de un escandaloso sobreprecio en la compra de la vacuna india Covaxin; a su hijo y senador, Flavio, la fiscalía de Río de Janeiro lo acusa de lavado de dinero, y a su hijo menor, Renan, el Ministerio Público Federal lo investiga por “dudosos negocios privados y posibles contratos ilegales” con el gobierno federal, del que ha obtenido licitaciones y ante el cual ha fungido como cabildero desde que su padre llegó al Palacio de Planalto.
Como resultado de estos escándalos, de la suprema irresponsabilidad ante la emergencia sanitaria y de una crisis económica que no cesa, la popularidad del ex militar se desplomó en los últimos meses a 22 por ciento, su nivel más bajo desde que llegó al poder en enero de 2019. Pese a esta palmaria demostración de que su gobierno ha perdido cualquier legitimidad, Bolsonaro sigue adelante con su agenda de remate de bienes públicos, por la cual en menos de tres años se han entregado a la iniciativa privada activos por 44 mil 500 millones de dólares. Según anunció a finales de septiembre el ministro de Economía, Paulo Guedes, además de completar el traspaso a accionistas privados de la gigante eléctrica Eletrobras, se contempla privatizar Correios, la mayor empresa de logística y postal estatal de América Latina; la petrolera Petrobras e incluso el Banco do Brasil, 70 por ciento del cual es propiedad del Estado. El saqueo no para en los bienes estatales, sino que se ha despojado a los trabajadores de la posibilidad de acceder a una jubilación digna al calcar el modelo de capitalización individual usado en Chile.
En tres años de bolsonarismo, el país más poblado, más industrializado y el que cuenta con la mayor economía de América Latina, pasó a ser considerado una amenaza global por su papel en el surgimiento de nuevas cepas y la propagación del coronavirus, así como por la criminal determinación de su presidente para acabar con la selva amazónica, pulmón verde y mayor reserva de biodiversidad del mundo. Las encuestas electorales indican que el próximo año Bolsonaro perderá de manera abrumadora ante el ex presidente del Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio Lula da Silva, y cabe esperar que de esos comicios surja un gobierno capaz de rencauzar al gigante sudamericano a la senda del crecimiento y la justicia social.