Con la llegada de los españoles a México, y la toma de la gran Ciudad de Tenochtitlan, Hernán Cortés comisionó a uno de sus soldados, Alonso García Bravo, a que dejara la región en ruinas para, encima de éstas y con sus mismas piedras, trazar una urbe con calles, plazas, templos y mercados.
La finalidad era que despojaran a la ciudad de su fisonomía mexica, a los habitantes de sus dioses, y para que donde hasta entonces habían sonado los teponaztlis repicara uno de los instrumentos más poderosos de los cristianos: la campana.
Tras la conquista, en el área sur periférica de la ciudad –hoy del Centro Histórico– vivían cientos de indígenas en condiciones de descuido e insalubridad, sus chozas fueron construidas en medio de terrenos fangosos ubicados en dos barrios llamados Necatitlán y Tlaxcoaque.
Ambos, arrabales pobres y estigmatizados fueron lugar de vivienda tanto de bandidos como de personas trabajadoras que, entre lodazales, contaban con un nutrido número de pulquerías, destino final de la mayor parte del botín de los malsonantes aficionados de lo ajeno, así como del ingreso bienhabido de los acomedidos jornaleros; rateros y talacheros.
no sólo convivían al brindar con el elixir curado de los dioses, sino también a la hora de pedir perdón en el templo de la Preciosa Sangre de Cristo, posteriormente denominado de la Inmaculada Concepción –resultado de la donación de una imagen de la Inmaculada por una india cacique–, de la Plaza de Tlaxcoaque.
Como en el resto de la ciudad y cada vez más en el territorio de la entonces Nueva España, los habitantes de Tlaxcoaque dejaron con el paso de los años sus tradiciones y costumbres para adoptar, a través de la imposición, unas que les eran ajenas; primero las religiosas y después las políticas.
Con ese mismo paso del tiempo, la zona dejó de ser periferia de una ciudad que rebasó los límites de aquella plaza para alcanzar los pueblos aledaños hasta llegar a Xochimilco y sumarlos a su mancha urbana.
Tlaxcoaque, lo que una vez fue “las afueras” de la Ciudad de México era para 1930, parte de su centro.
En 2012, la Plaza de Tlaxcoaque se remodeló gracias a donaciones recibidas del gobierno de Azerbaiyán y, entonces, se colocó, además de algunas fuentes y luces, un monumento dedicado a las víctimas de la Masacre de Jodyali, lo que causó no sólo una trifulca entre México, Azerbaiyán y Armenia, sino también un acto de desmemoria, de olvido y de injusticia a las víctimas de crímenes cometidos justo en ese mismo lugar, en Tlaxcoaque, sitio de tortura y exterminio de uno de los periodos más oscuros en la historia de México: la guerra sucia.
A un edificio de la policía capitalina ubicado en la Plaza de Tlaxcoaque llegaron la noche del 18 de septiembre de 1968, cuando el ejército irrumpió en Ciudad Universitaria, unos 400 detenidos que fueron, la mayoría, brutalmente golpeados.
En la década de los 70 el inmueble estuvo ocupado de manera clandestina –y criminal– por la entonces División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), corporación secreta de seguridad pública de la Ciudad de México involucrada en numerosos casos de tortura y desapariciones.
La mayoría de los archivos están perdidos, no así algunos testimonios de víctimas y familiares suyos; se sabe que ahí se llevaron a cabo detenciones, interrogatorios, torturas y desapariciones.
No sólo los disidentes políticos fueron víctimas trasladadas a este sitio en el que, tras el sismo del 85 y bajo escombros, se encontraron cuerpos con huellas de tortura, encajuelados y esposados en el área de los separos, también fue lugar de suplicio de personas de la diversidad sexual que fueron remitidas a este lugar, o de mujeres que se practicaban un aborto y eran tratadas cual delincuentes.
Ayer, 2 de octubre, Tlaxcoaque no se olvidó, en este sitio se dio carpetazo a una omisión oficial que obvió los crímenes cometidos en su superficie; ahora, para garantizar a las víctimas la memoria, la verdad y la no repetición de violaciones graves a derechos humanos durante la violencia política del Estado y contrainsurgencia entre las décadas de 1960 y 1980 del siglo pasado, la plaza cambiará una vez más.
No será POR la imposición, como sucedió con la llegada de los españoles en el siglo XVI, y sí de un ejercicio de memoria y justicia.
Porque para sanar las heridas es necesaria la justicia, y para que haya justicia se requiere de la verdad, se llevarán a cabo investigaciones con el fin de esclarecer los hechos criminales sucedidos en Tlaxcoaque para, de corroborarse, instalar en la plaza un “sitio de memoria” que sane las heridas del pasado.