La otra tarde, caminaba delante de mí de bajada, a partir de la calle de Diego Rivera, en la Avenida Altavista, una pareja de hombres, presumiblemente en sus tardíos sesentas. Para entretenerme, y con la fantasía a la vista, en especial contenta y sonriente, empecé a imaginar de qué tipo de caballeros podía tratarse.
Si, por ejemplo, de un par de viejos compañeros de escuela ode universidad, o de oficina, o de vecinos o de ex vecinos; ode cuñados, o ex cuñados; o decompadres; o de primos, ya fuera primos hermanos, o segundos, o medios hermanos.
Asimismo, me habría interesado conocer por qué indicios los consideraba yo sesentones. Bueno, un indicador evidente de su edad era que, además de que se trataba de un par de más viejos que de jóvenes, consistía en que ambos se encontraban prácticamente calvos.
De igual manera, y por los mismos intereses indagatorios míos, esenciales para mi oficio, al observar más detenidamente lo que podía ver de ellos, advertí que la ropa con que vestían, casual pero fina, por otra parte, me indicaba que pertenecían al mismo medio social.
Caminaban holgada y pausadamente, aún así, no dejaron de adelantárseme, por más que la tarde estuviera más que nublada y, como se dice, amenazara con llover de un momento a otro.
Al empezar la subida, es cierto que, por más que sólo momentáneamente, por un fugaz instante los vi de frente. Y según las arrugas que llenaban su cara, pude confirmar que eran viejos.
De pronto, dieron vuelta, hacia abajo, por la calle de Reforma, todo esto allá arriba, en San Ángel Inn.
Al perderlos de vista, me habría encantado seguirlos para ver en dónde se detenían, es decir, ante cuál puerta, y de qué casa. Y si ingresaban en ella o si uno de los dos se introducía en su automóvil y, al despedirse del otro, ponía en marcha el vehículo y desaparecía de la vista. Me habría sido imposible seguirlo para saber hacia dónde, pero no lo era imaginar qué habrían poder estar haciendo antes de subir a caminar hacia Avenida Revolución, a qué podían haberse estado dedicando, tal vez, si habían comido juntos o qué, quizás una siesta, uno al lado del otro, o si uno en un sillón y el otro, propietario de la casa, en su propia cama. O quizá los dos se habrían introducido juntos al coche, caso en el cual por fuerza casi se detenía mi imaginación, de por sí desatada.
Así que terminé, de subida, mi propia caminata y me detuve en el Starbuck’s Coffee. Después de pedir mi café usual, con sus respectivas particularidades, elegí una mesa dentro del recinto, y no en la terraza, por temor a la lluvia, por más que únicamente probable.
Al ocupar una pequeña mesa redonda, y liberada por un rato, retirarme el cubreboca y dar el primer sorbo, para mí delicioso, como suele parecerme, tomé algunas notas de cuanto imaginé y alcancé a suponer sobre los “Dos viejos”, precisamente para una de mis colaboraciones, quincenales, los domingos, en estas páginas del diario La Jornada.
De manera que en su momento empecé a desarrollar dichas notas hasta convertirlas, debidamente, en el artículo que mi querido lector tiene en sus manos.
Mientras me lo permita el conteo de caracteres con espacios, requisito que, entre el resto, para mí y por mí nunca lo suficientemente valorados, y cuya práctica, y a lo largo de los casi 27 años y medio que encantada sigo, y que una vez tras otra agradezco, me gustaría añadir que, supongo, si la pareja que despertó, durante mi caminata de la otra tarde, en mí el deseo de capturarla en mi memoria y reflexión se hubiera tratado de una pareja de mujeres, o de jóvenes, o incluso, de niñas y niños, habría tenido, por supuesto, aparte del título, muy diferente carácter del que tienen presente las líneas que siguen.
Asimismo, me atrevería a añadir, si fuera maestra de literatura o si impartiera un taller de escritura, la importancia dela práctica de observar y de prestar toda la atención posible a todas y cada una de las experiencias que, para bien o no tanto, enfrenten en su vida mis discípulos.