No lo había visto a lo largo de su enfermedad y su cara afilada me impresionó.
–Cabrón –le dije en silencio–. Te ves demasiado muerto. Ya me estás preocupando.
En efecto, estaba muy muerto como para responderme. Recordé su comentario de años atrás, en el velorio de Miguel Luna, otro entrañable:
–Éste se ve más saludable que todos nosotros.
Así era su trato con la muerte.
Recordé también las veladas de 35 años atrás en mi departamentito, en las que yo destrozaba su sandinismo. Porque él, como corresponsal en Nicaragua, nunca faltó a la verdad, pero equidistancia no tenía. Como debe ser, pienso yo: si uno no está dispuesto a tomar partido, igual puede dedicarse a escribir instructivos para la lavadora. La cosa es que el sandinismo me dio mala espina desde el principio pero apechugaba, porque no era cosa de pasarse al bando de Reagan ni de hacerle la mala obra a un pequeño país bajo sitio.
En 1987 la red de Télex era ineficiente y con frecuencia los corresponsales dictaban sus notas por teléfono, y las llamadas desde el extranjero costaban un dineral. Por inspiración de Carlos Payán, La Jornada adquirió unas Tandy Radio Shack 80, que básicamente eran laptops del jurásico, con una pantalla de calculadora y un módem de 300 baudios. Josetxo fue el primer piloto de pruebas de ese aparato, que ahorraba mucho tiempo de llamadas y permitía tener las notas capturadas en soporte digital. Se acostumbró muy rápido a escribir sus notas en la Tandy y a enviarlas conectándola a una línea telefónica con unos cables pelados y unos caimanes. Yo cachaba el texto en un equipo igual, lo transfería a un disquete y lo pasaba a la mesa. No había Internet ni correo electrónico en esos tiempos.
Después aquello se acabó, él abandonó Nicaragua, anduvo de enviado en varios países y cuando Carmen Lira se hizo cargo de la dirección general de La Jornada lo nombró coordinador de la edición. El diario por su parte, se fue de Balderas, en el centro, a la calle de Petrarca, en Polanco. Poco después emprendí la aventura de hacer medios en línea ( Ciberoamérica y Cibersivo) en una oficina a unas cuadras de allí, en la calle de Lamartine. El edificio de Petrarca era muy pequeño y además tenía una oficina espaciosa muy cerca. Y como para entonces ya había Internet y correo electrónico, le expuse a Josetxo mi idea de hacer teletrabajo (hoy le dicen home office), él comprendió y aceptó. Diantres, eso ocurrió antes de 2000, cuando uno todavía usaba la red telefónica para conectarse.
Josetxo y yo no estábamos de acuerdo en nada, nunca, y sin embargo nos entendíamos perfectamente y nos queríamos mucho. Trabajé directamente bajo su mando durante un cuarto de siglo y hablábamos por teléfono diariamente, de domingo a jueves, pero nos veíamos muy poco.
Cuando me sumé al movimiento lopezobradorista él tuvo su oportunidad de vengarse: se burlaba de mi militancia así como 20 años atrás yo me había burlado de la suya y me decía “revolucionario tardío”. En rigor tenía razón, porque para ese entonces yo llevaba siglos apartado del activismo.
El periodo más difícil fue cuando me tocó hacerme cargo de la información de Wikileaks, hace ya 10 años. Ir al culo del mundo a buscar a Julian Assange fue una experiencia que a Josetxo, reportero nato, le habría encantado vivir y que para mí fue muy estresante, pero él estaba a cargo del periódico y no iba a abandonar su puesto. En las pocas veces que pude hacer contacto durante la misión, me hizo sentir su respaldo incondicional y el de Carmen Lira. Ya de regreso, hubo que convertir todo ese material en notas informativas y un par de veces llegamos a estallar de verdad. Trabajar bajo presión no es mi fuerte y la sentía de todos lados. Eso sí: aprendí más de periodismo en esos ocho o 10 meses que en las tres décadas previas.
Por lo demás, estallábamos casi a diario, pero era un código bien establecido. Tal vez a algunas personas les parezca extraño, pero así nos comunicábamos.
–Eso no es noticia. Ni es tema.
–¿Me dejas que te expli…
–No, pendejo, pensemos en otra cosa.
–Está bien. Tú dime y sácate a la chingada.
–Vete a la verga.
Y ni él se sacaba a la chingada ni yo me iba a la verga. Más bien me dejaba exponerle mi punto de vista, a veces lo convencía, otras corría con mala suerte y en última instancia, yo acataba, porque era mi jefe directo y en todo diario la disciplina es imprescindible. No había ofensa en las leperadas. Lo que sí podía agraviarlo era cualquier retraso en el envío del trabajo, porque la hora de cierre era su obsesión.
Y llegó la pandemia y menos nos veíamos, pero nos llamábamos todos los días. Hasta que se enfermó. En ese último tramo lo llamé tres o cuatro veces y no me dio la impresión de que se fuera a morir.
Pero ocurrió, y ahí estaba yo, frente a su ataúd envuelto en la Ikurriña, preocupado de que pareciera tan muerto, y de pronto cobré conciencia de la hora y de que no había mandado la chamba, y por un momento tuve temor de que sonara el celular en un sitio tan inapropiado y que fuera Josetxo mentándome la madre por el retraso, y ya fue que me quité de ahí, me despedí y me devolví al trabajo.
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