Por estos días, pero de 1981, tuvo lugar en Francia uno de los debates parlamentarios más importantes de su historia moderna. Robert Badinter, ministro de Justicia del presidente socialista François Mitterrand, propuso la abolición de la pena de muerte en el país. La decisión para convertirla en ley no fue unánime. La apoyaron 363 legisladores y votaron en contra 117.
Días después la abolición fue refrendada por los integrantes del Senado. La guillotina, el instrumento utilizado para quitarle la vida a los condenados, pasó a formar parte del museo del horror y la injusticia. En ese entonces, 35 naciones habían abolido esa pena. En México sucedió plenamente en 2005.
El año pasado, la mayoría de los países del mundo (144) la proscribieron en la ley para todos los delitos o en la práctica. Mas sigue vigente en Rusia, China, Japón, varios lugares de Medio Oriente y África. En algunos casos se castiga con ella la homosexualidad y el tráfico de drogas.
De los 50 estados que integran a nuestro vecino del norte y principal socio comercial, está vigente en 27. En 2020, la sufrieron 17 personas. Una en la silla eléctrica, las demás recibieron una inyección letal.
Entre los factores que impulsan la gran cantidad de ejecuciones en esa nación se encuentran los jueces partidarios de ella, los abogados poco competentes y la discriminación racial. No pocos de los ejecutados eran inocentes. Pero también la han aplicado por razones políticas. Dos ejemplos sobresalientes: hace justo un siglo, dos inmigrantes italianos, Nicolás Sacco y Bartolomeo Vanzetti, fueron condenados a morir en la silla eléctrica. Los acusaron falsamente de robo a mano armada y asesinar a dos personas. Sacco y Vanzetti eran sobresalientes líderes anarquistas que defendían los derechos de los obreros explotados al máximo.
En 1953, al calor de la guerra fría y el macartismo reinante, asesinaron en la silla eléctrica a los esposos Ethel y Julius Rosenberg. Fue la primera ejecución en la historia de Estados Unidos de civiles acusados de espionaje. Se les culpó de transferir información sobre el desarrollo nuclear estadunidense a la Unión Soviética. Pero no fue verdad.
Albert Camus, Nobel de Literatura, acertó cuando escribió que muchas personas, como él, “querrían un mundo, no donde ya no se mate, sino donde el asesinato no esté legitimado”. Un mundo en el que no tenga ya cabida la pena de muerte.