Josetxo Zaldua era un huracán. No daba tregua. Más allá de convenciones y formalismos, barría con lo que se pusiera enfrente. Parecía tenerle sin cuidado la consecuencia de sus actos y de sus palabras. Hacía lo que tenía que hacer. Es poco probable que alguna vez se haya arrepentido de algo en la vida.
Cuando en una fiesta en la casa de unos amigos comunes se le acercó un reconocido intelectual a saludarlo cortésmente, él se negó a darle la mano y le dijo: “No quiero saber de ti. ¿Por qué vienes a saludarme?”
En una cena con un teniente coronel, responsable del trato de la prensa con el Ejército, le contó sin recato alguno (para escándalo del militar) su paso por el nacionalismo radical vasco y su apoyo al gobierno sandinista, cuando recién había tomado el poder.
No tenía filtros. Con las anécdotas de su impertinente sinceridad con funcionarios públicos, diplomáticos, empresarios y periodistas podría escribirse un libro entero. Otro más podría publicarse con las historias de su genuina y picaresca personalidad, y cómo resultaban arrolladoramente atractivas para muchos y muchas.
Josetxo empleaba profusamente peladeces, sin importar foro o audiencia. Y parecía disfrutar enormemente cuando alguna buena conciencia se escandalizaba al escucharlas. Era un personaje muy singular. Tenía un humor muy especial, no necesariamente agradable para todo mundo. No tenía recámaras para conversar. Distaba de ser el típico editor, comunicador, analista o politólogo. Podía ser divertido, agudo e inteligente. Y decir las cosas, por más duras que fueran, con sencillez, chispa, agudeza y brevedad. Justo así escribía.
Nacido en Elizondo, en el País Vasco, hace 70 años, encajaba mal la reiterada (e inevitable) observación de por qué decía que era vasco y no español o de si tenía algo que ver con los dueños de la panadería del nombre de su pueblo, ubicada originalmente en la calle Ejército Nacional, Ciudad de México. Recordaba con especial amargura sus días de monaguillo y los intentos del cura de abusar de los muchachos, y su venganza bebiéndose a escondidas el vino de consagrar. Y hablaba con orgullo de las travesuras de su padre completando el ingreso familiar con el estraperlo introducido a través de la frontera con Francia.
Apasionado del futbol, mientras se hacía cargo de la edición tenía siempre, como si fuera música de fondo, el televisor de su oficina prendido con algún partido, o, ya de perdis, con una contienda deportiva. Soñó, como tantos niños y jóvenes, con ser profesional, y jugó de mediocampista (su verdadera posición en muchas de otras aventuras que emprendió a lo largo de la vida) en la cantera del Osasuna, hasta que a los 18 se chingó la rodilla y sus fantasías se esfumaron.
Al igual que a muchísimos muchachos de su generación, el virus de la política lo atacó pronto, en su variedad antifranquista y nacionalista radical de izquierda. Trabajó como fotógrafo y reportero en el periódico Egin. Pasó a la clandestinidad acusado de pertenecer a ETA y logró exiliarse en México a comienzos de la década de los 80, junto a otros 50 o 60 perseguidos políticos. Nuestro país era, en aquel entonces (a mucho orgullo), santuario de diversos movimientos armados de América Latina.
Aunque apostó a una salida pacífica al conflicto en Euskal Herria, nunca se arrepintió de su pasado. Viajaba por el mundo con su nombre y apellido. Además de su pasaporte mexicano, tenía uno español. La Audiencia Nacional española hizo público un documento certificando que no tenía ninguna causa pendiente.
Trabajó como corresponsal para Unomásuno y La Jornada, en media América Latina, en plena ebullición política. Viajó a Nicaragua, Haití, Brasil, Colombia, Venezuela, El Salvador, Guatemala, Cuba, Perú y Venezuela. En La Habana le jugaban bromas por los atrevidos bañadores con los que se zambullía en la piscina. Cuando ya como editor de La Jornada le entraba la nostalgia de reportear, se lanzaba a cubrir desastres naturales en Motozintla o el Mundial de Futbol en Sudáfrica.
Quienes conocen por dentro las redacciones de los diarios, saben que trabajar en ellas no es como estar en un lecho de rosas. La robustez de los egos, la necesidad de ganar la nota y entregar a tiempo, la natural indisciplina de una profesión que vive sujeta a los vaivenes de lo imprevisto, los intereses que se filtran para condicionar la agenda informativa, hacen de esta actividad una fuente permanente de fricciones.
Desde que Carmen Lira fue escogida para estar al frente de La Jornada en 1996, Josetxo se hizo cargo de la edición del periódico. Con una lealtad a prueba defuego hacia la directora y la firmeza de mando de un capitán de barco, puso orden en un espacio de trabajo que, en ocasiones, estaba más cerca de la Caldera del Diablo que de Friends. Sus modos de conducir la edición podían ser ariscos y, en ocasiones, incluso injustos, su estilo enérgico, pero sus resultados eran inobjetables. Puso orden.
En el camino, construyó un amplísimo abanico de relaciones e informantes. Como editor, sabía hasta dónde llegar con ellas. Según relata el jefe de prensa de un muy relevante político, le llevó a Josetxo una información muy delicada, que no coincidía necesariamente con la política editorial del periódico. Zaldua la vio y le dijo: esto está muy cabrón. La voy a publicar. Me la voy a jugar contigo. Probablemente me jalen las orejas pero sé quién eres tú. Mañana sale. Así fue. La nota fue un éxito informativo.
Josetxo Zaldua fue un enamorado del periodismo y de La Jornada. A un tiempo era un profesionista complejo y sencillo; transparente y directo. No se andaba por las ramas. Resolvía de manera muy práctica. Ponía por delante un valor: la amistad. Su personalidad era arrolladora. Era, además, un gran cocinero. En las juntas de evaluación daba clases de cómo preparar mayonesa. Fue un ave de tempestades, un verdadero huracán de la prensa. Agur, jefe.
Twitter: @lhan55