Llegamos de manera casi inadvertida al aniversario de los dos siglos de la independencia centroamericana. Los fastos oficiales son escasos, y los gobiernos de las antiguas provincias que un día constituyeron la república federal no han programado ni los tradicionales juegos pirotécnicos para la magna fecha del 15 de septiembre, ni vistosos desfiles militares.
Tampoco parece que los presidentes de los países centroamericanos se verán las caras, aún en un encuentro ceremonial a distancia; si aún no han podido ponerse de acuerdo en nombrar un nuevo secretario general del Sieca, el organismo regional de integración es porque hay desavenencias, algunas de fondo, que afectan aún a los actos protocolarios.
La independencia de las provincias de Centroamérica, proclamada en 1821 en Guatemala, entonces sede de la Capitanía General, cayó como una fruta madura después que en los otros países latinoamericanos culminaban, o estaban por culminar, las grandes epopeyas libertadoras. Y quienes la proclamaron corrieron de inmediato a anexar a la recién independizada Centroamérica, que incluía entonces a Chiapas, al imperio mexicano de Agustín de Iturbide, que no tardó en fracasar.
Según el acta misma, la independencia se declaraba “para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Desde entonces aprendimos la regla de oro de que entre nosotros todo cambia para que no cambie nada, según la regla gatopardeana. En lugar de próceres y revolucionarios, lo que hemos tenido casi siempre son ilusionistas de oficio.
Lo primero que se precisa es un balance de la democracia tras estos 200 años. Al romperse con el molde colonial, lo que se escribió en las constituciones fue un credo de libertad cimentado en las ideas de la ilustración, la revolución francesa y el acta de independencia de Estados Unidos.
Si un denominador común había en estas proclamas liberales, era la convicción de que todos los caminos de regreso hacia el autoritarismo monárquico quedaban cerrados y el ideal era la formación de una república federal cimentada con independencia de poderes y elección libre de autoridades.
Este modelo político se había vuelto insoslayable para quienes dieron la lucha libertaria en el continente americano, de Bolívar, a Sucre, a San Martín; y al general Francisco Morazán, quien, lograda la independencia de Centroamérica, peleó por la sobrevivencia de la república federal; aquel proyecto finalmente frustrado tras largos años de guerras civiles le costó la vida.
La historia independiente de Centroamérica parte así de un gran fracaso, el de la república federal. Los cinco países estaban marcados por las inquinas entre caudillos, y el provincianismo más cerril pugnaba por la dispersión. Estar unidos o separados se volvió, por desgracia, un asunto de divisas políticas: los liberales eran los federalistas y los conservadores, los localistas, con la añoranza de la autoridad monárquica. Y entonces la unión centroamericana pasó a ser asunto militar, que debía dilucidarse por medio de las guerras. Y así siguieron fracasando estos países, ya sueltos, entre el acoso de las grandes potencias coloniales e imperiales.
Más tarde, ya en el siglo XX, el siglo de las dictaduras bananeras, el asunto de la unidad política se volvió una mofa. Cuando al viejo Somoza le preguntaban por la unión centroamericana, respondía con todo cinismo que su renuncia a la presidencia estaba a la orden para facilitar esa unión. Un pícaro, que igual que sus congéneres vecinos, ofrecía lo que sabía no estaba en riesgo, su propio poder, porque la unidad no era sino una proclama vacía. Había llegado a ser un sainete.
Centroamérica tiene un territorio conjunto de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una población de 50 millones de habitantes, inmensamente joven. Se trata de un gran país, visto en su conjunto, y, por tanto, de un gran mercado potencial. El Tratado de Integración Económica de 1960, fue un intento, cada vez más maltrecho.
Pero lo que más agobia a Centroamérica, ya entrado el siglo XXI, es la persistente debilidad de sus instituciones, carcomidas por el autoritarismo, que sigue tan campante como en el siglo XIX, cuando los caudillos armados en guerra no querían bajarse del caballo, ni tampoco de las sillas presidenciales, que matriculaban como suyas para siempre.
Unas instituciones carcomidas por la corrupción, que contribuye al descrédito de la democracia, bajo la amenaza permanente del narcotráfico que se cuela en las esferas más altas del poder, en el sistema de justicia y en el aparato de seguridad pública.
La población joven de Centroamérica, que es mayoritaria, está llamada a hacerse cargo sin demora de revisar el pasado que nos frena, con sus rémoras antidemocráticas y excluyentes, y sus egoísmos y perversidades, para abrir el camino hacia el futuro común.
Las oportunidades en este siglo XXI en que nos adentramos serán de conjunto para los países centroamericanos, y no las habrá para pequeñas parcelas aisladas, que no son viables por sí mismas.
Y sin democracia, sin instituciones creíbles, no vamos a ningún lado.
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