La historia puede pasar como un relámpago en la vida de las personas, dejando huellas, muchas de ellas dolorosas y otras que explican los rasgos profundos de una biografía. Eso le pasó a Sócrates Campos Lemus, líder del movimiento estudiantil de 1968, quien falleció el jueves 23 de septiembre.
En el Consejo Nacional de Huelga (CNH) participó como representante de la Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional (IPN).
Lo detuvieron en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. En el Campo Militar núm. 1 fue desnudado y golpeado para que identificara a otros de los detenidos, la mayoría dirigentes estudiantiles, como él. De ahí vendría la sevicia de que se comportó como traidor, aunque en realidad le siguió el juego a quienes lo tenían cautivo. Campos Lemus recordaría por siempre la fila de detenidos, igual de jóvenes y espantados que él, pero también los rostros de la tropa, incrédulos por lo que estaba ocurriendo.
El movimiento estudiantil tenía un carácter público y sus dirigentes daban entrevistas, participaban en asambleas abiertas y negociaban con enviados del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Por supuesto que no traicionó a nada ni a nadie, pero pagó la osadía de exigir libertades democráticas con la cárcel, en Lecumberri, y el exilio en Chile, como muchos de sus compañeros del CNH.
Nunca perteneció a la izquierda partidista. Era un estudiante del IPN, con una agenda pragmática y alejada de los militantes comunistas con los que no congenió muy bien, pero con los que estableció una relación de distancia fría que se prolongó por décadas.
La vida de Campos Lemus describe, en alguna medida, los derroteros de los protagonistas de esa tarde que marcó la vida política del país. Trabajó en el gobierno de Luis Echeverría y en el de José López Portillo. Lo hizo a su modo, en medio de polémicas y siempre protagonizando un estilo de hacer las cosas que le ganó no pocos enemigos, pero también múltiples respaldos.
Conoció y trató con generales y policías. Se adentró en los niveles profundos del sistema político. Tuvo contactos como pocos, desde presidentes hasta pillos de fama. Hizo política, pero sospecho que más como una mecánica para satisfacer su propia curiosidad que para aspirar a algún cargo, algo que nunca buscó ni quiso.
Es curiosa, o hasta inquietante, la cuota que pagaron y aún pagan los integrantes de la generación del 68. Se les exige y exigen una coherencia que es a todas luces imposible por el paso del tiempo y por las variaciones que impone la vida misma. Si acaso había que contrastar sus biografías con las de los muchachos que fueron, que irrumpieron en las calles con la exigencia de libertades democráticas y que cambiaron a un país, aunque se tardaran en saberlo. Por ello es tan complejo el asirlos, el describirlos con la cabalidad del caso y sin caer en la obnubilación o en el prejuicio.
Lo veo cercano y distante de otro de los dirigentes marcados por el torbellino que sufrieron, porque Marcelino Perelló también resultó un ave de las tempestades, una inteligencia irreverente que le causó más de un disgusto y múltiples problemas.
También Perelló pagó con creces su participación en el movimiento y con un largo exilio en Rumania, que nunca atenúo las tonterías que se dijeron sobre su persona.
Pero a Sócrates Campus Lemus lo conocí, antes de conocerlo, cuando mi padre, Guillermo Andrade Gressler, quien era parte del equipo de abogados de los estudiantes encarcelados, me dijo –cuando le pregunté sobre las supuestas delaciones que marcaban la leyenda de Tlatelolco– que no hay que hacer caso de los chismes y más bien hay que ocuparse de conocer a las personas.
Eso hice, ahora lo sé, durante varios años y en un diálogo itinerante pero contante con Campos Lemus, donde emergía, se los aseguró, ese joven del politécnico que gritaba con todas sus fuerzas: huélum, huélum.