Los comicios realizados ayer en Alemania, cuyos resultados favorecen por un pequeño margen al Partido Socialdemócrata (SPD) en detrimento de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), que ha ocupado el poder ininterrumpidamente, en solitario o en coalición, desde 2005, marcan el fin de casi 16 años del gobierno de Angela Merkel, perteneciente a la segunda de esas formaciones, por más que la aún canciller seguirá ejerciendo el cargo en tanto se conforma una nueva alianza gobernante en la cámara baja del parlamento (Bundestag).
Independientemente de lo que ocurra en los días y semanas próximas, es pertinente reflexionar sobre lo que para Alemania, Europa y el mundo ha significado la larga permanencia de Merkel al frente de la principal economía del Viejo Continente.
Por principio de cuentas, debe anotarse que la canciller democristiana deja el poder con un índice de aprobación cercano a 70 por ciento y hay en Alemania una opinión positiva generalizada de su gestión, incluso entre sus adversarios políticos. Se le reprocha su pragmatismo, pero se le atribuye haber sorteado con éxito las turbulencias económicas, un manejo adecuado de la pandemia de Covid-19 y un estilo de gobierno basado en la búsqueda de consensos. Bajo su mando el país ha mantenido y fortalecido su preminencia al interior de la Unión Europea, un papel que se consolida aun más debido a la salida del Reino Unido del bloque regional.
Por otra parte, el gobierno de Merkel es y será recordado en las naciones mediterráneas –Grecia, España y, en menor medida, Italia– por haber aplicado todo el peso financiero alemán para imponer estrategias del más puro y duro corte neoliberal para hacer frente a las crisis económicas, imposición que ha tenido un costo social devastador.
Fuera de Europa, la cancillería de Merkel cultivó con el gobierno de Vladimir Putin, si no amistad, al menos la mayor estabilidad posible en medio de las crecientes tensiones entre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, del que Berlín forma parte) y Rusia. Han de destacarse, por otra parte, la negativa alemana a participar en la incursión bélica de Occidente en Libia y su decisión de reducir la presencia militar alemana en Siria en el mínimo posible y como mera misión de apoyo a las fuerzas francesas en ese país árabe.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, que significó una reactivación de las viejas tendencias aislacionistas de Estados Unidos ante el mundo, colocó durante cuatro años al gobierno de Merkel como un inesperado contrapeso a la superpotencia en el contexto occidental; ante el aislacionismo trumpista y las actitudes pendencieras del magnate neoyorquino frente a los propios aliados de Estados Unidos, la canciller alemana fue la principal coordinadora del globalismo.
No debe omitirse, finalmente, la postura humanitaria de la Alemania de Merkel ante la crisis migratoria que aún persiste en toda la cuenca del Mediterráneo, Medio Oriente y Asia central. A diferencia de los otros países europeos, Berlín aceptó recibir a más de un millón de refugiados y enfrentó el desafío de procurar su integración.