No es por sonar moralista, pero como que el acto de la lectura se pervirtió seriamente a fines del siglo XX con la llegada de las nuevas tecnologías y su rápido traslado a las plataformas del portaviones digital. Recuerdo haber leído con horror, cuando me iniciaba tardíamente en las prácticas internáuticas y computacionales hace un par de décadas, el testimonio de un académico de humanidades, lector profesional, sobre el irresistible traslado a Google y las pantallas de sus tiempos de lectura. Debió ser en London Review of Books o The New York Review of Books, publicaciones que por entonces leía regularmente. Lo primero que pensé fue: “no, a mí no me va a pasar”, y creí ponerme en guardia.
He amado la lectura sobre papel en todas sus formas. Libros, revistas, periódicos, cartas manuscritas, cajas de cereal. Desde joven, casa que visitaba, casa que inspeccionaba con descarada curiosidad para saber qué libros contenía. Si el visitado o visitada era un verdadero lector, ese fisgoneo era una fiesta.
Luego estaba la cuestión de la propiedad. Para acceder a un libro había de dos sopas: tomarlo prestado de una biblioteca pública, o bien obtenerlo. En ese entonces los libros sólo podían ser “físicos”, algo tan obvio que ni se consideraba. Confieso haber sido poco adepto a las bibliotecas, sólo en lo indispensable. Prefería poseer el libro. Un libro es un territorio que se atraviesa para siempre y hay deleite en regresar sobre tus pasos y releer lo que subrayaste hace siglos.
Existía una expresión, estar “absorbido” por la lectura. Yo me la pasaba absorbido: sentado, tumbado en la cama, viajando en camiones de pasajeros o avión, en algún parque a la sombra, un café o caminando por la banqueta sin mirar casi los cruces de las calles. Por estudio o por placer, o las dos cosas, cargaba siempre uno o más libros y un lapicero. Colgado del tubo de una Ballena, arrumbado en un asiento esquinero del Metro, haciendo cola o en sala de espera, leía y leía. Primero sólo libros, pero empezó a haber más y más revistas buenas, comerciales o semiclandestinas. No le hacía el feo a las buenas historietas.
Existía una manufactura heroica para llegar a la lectura: el tipista, el impresor, el mecanógrafo de esténciles, el encuadernador. Todo se fue mecanizando, vinieron el offset, los facsímiles instantáneos, la maquila de libros que en su mayoría nacen muertos.
El objeto libro (no confundir con el libro-objeto) era celoso del espacio. Reclamaba una rendija propia en los anaqueles para su título, sus colores, su grosor y su estatura. Un libro no se guardaba en cajones, como no fuera la Biblia de Gedeón en los hoteles. Su acumulación producía laberintos que lo mismo llevaban a un país de maravillas que se convertían en monstruos. Había libros favoritos, libros enemigos, libros útiles. Preciadas primeras ediciones, piezas dedicadas o con valor sentimental, obras completas y ediciones de bolsillo, pasta blanda o dura. En fin, ya saben a qué me refiero. Ir a las librerías era una práctica nunca rutinaria, una adicción sin cruda.
Uso el pretérito pues parte de eso se está perdiendo aprisa. Acúsome de nostálgico. Las nuevas generaciones hallan extraño todo esto. Qué necesidad de acumular papel y polvo, para qué un diccionario gordo o una enciclopedia de dos metros teniendo Wikipedia y la Británica en línea. Los lectores tradicionales tratamos de acotar la invasión conectiva de los dispositivos, pero las exigencias laborales, de comunicación familiar y amorosa, el hambre de novedades en tiempo real, la fugacidad de la información, nos distraen continuamente. Al no ser nativos digitales, debemos adaptarnos como migrantes a nuevos hábitos no imaginados. Leer una novela o surcar un poemario exige un esfuerzo adicional, mas libera de la hipnosis del teléfono y la computadora.
¿Cómo leen los jóvenes que leen? ¿Cómo se leerá en el futuro? Se ha vuelto menos común acumular libros, ya no digamos revistas o recortes de periódico. Lo que no está en la red o la nube lo guardamos en un disco. Y si queremos leer libros, nos mudamos a la colonia Kindle o descargamos pedeéfes.
¿Es retrógrado sentir que se pierde aquella magia descrita con candor y gracia por Juan Rulfo en una de sus cartas a Clara, que alguna vez se usó “a manera de presentación” para sus Obras (Letras mexicanas, FCE, 1987)? Quien se acostumbra a leer conoce gentes y lugares increíbles, “las tierras y los mares más raros que tú o yo hayamos visto”, dice. Uno se vuelve flojo, y finalmente loco. Pero apacible, no furioso.
Hemos cambiado la postura corporal, la disposición mental, las formas de registrar y organizar nuestras lecturas. El minimalismo de dispositivos y “memorias” releva al papel y la tinta. En vez del fértil tiradero de tomos y hojas alrededor, leemos y trabajamos en espacios zen frente a una página que es a la vez cuaderno, televisión, biblioteca, periódico, buzón, surtidor de chistes y tienda.
Bienvenidos a la dispersión del pensamiento.