A la memoria de Doña Juana García
Ya habían pasado varios minutos de la visita de Tadeo a su oficina y, sin embargo, Gabriela continuaba desconcertada, incapaz de entender un hecho tan simple como que el elevadorista fuera a renunciar a su trabajo a partir del lunes. Su hijo lo había llamado para decirle que el domingo pasaría a recogerlo para llevárselo a vivir a Tlaxcala. “¿Y usted estuvo de acuerdo?”, le preguntó Gabriela. “Llevo demasiado tiempo aquí, haciendo a diario lo mismo.
Cuando vivía mi señora, que en paz descanse, no me molestaba, pero ya estando solo es distinto. No me quejo; mi trabajo me gusta mucho, pero es hora de que me vaya. Necesito pasar mis últimos años al lado de mi familia.”
Gabriela no tuvo más que agregar y él se limitó a agradecerle su ayuda y sus atenciones durante sus años de convivencia; luego, en tono paternal, le aconsejó que ya no trabajara tanto y puso sobre el escritorio el cuaderno que sostenía en la mano: “Cuando tenga tiempo, véalo”, dijo, y salió. De inmediato en el pasillo volvió a escucharse el carraspeo del viejo elevador en su lento descenso.
Ese rumor le dice a Gabriela que a partir del lunes no volverá a ver a Tadeo. Aunque sea un hombre algo hosco va a extrañarlo, lo estima mucho. También lo aprecian los empleados que ocupan el resto de las oficinas. En las fiestas de fin de año, a la hora del brindis, nunca falta quien levante su copa y diga: “Por el gran Tadeo: parte de nuestros monumentos nacionales”.
II
“Las cosas son como son y ya”, dice Gabriela para frenar sus pensamientos. Mira el cuaderno y va a abrirlo cuando aparece Karen, su asistente: “¿A qué vino Tadeo?”. “A decirme que se va”. “Se va, se va así nada más. ¿Pero por qué?”. “Dice que está cansado, pero no quise insistirle”. “Lástima, es muy buena persona. Lo vamos a extrañar”. El comentario conmueve a Gabriela, pero finge indiferencia: “No te preocupes, ya llegará otro, aunque tal vez no se sienta tan orgulloso como Tadeo por manejar el viejo Otis que, según él, es de los primeros que llegaron a México”.
Insensible al comentario, Karen levanta los hombros: “Me conformo con que el que venga me ahorre las escaleras. ¿Te imprimo el expediente de la señora López?”. “Cuando regrese del banco: necesito recoger mi nueva tarjeta. Si llama el licenciado, le dices que no tardo. No sé qué me pasa, no encuentro mi bolsa”. “Está colgada en el perchero. ¿Llamo el elevador?”. “No, se tarda mucho. Bajaré por las escaleras. Es buen ejercicio”.
III
Al llegar al lobby, Gabriela recuerda que dejó el cuaderno de Tadeo encima del escritorio. Si Karen lo ve, se pondrá a leerlo. Será mejor que vuelva a la oficina y que lo guarde, aunque para eso tenga que subir cuatro pisos, a menos que tome el elevador. Renuncia a esa posibilidad. No quiere encontrarse con Tadeo. Sabe que intentará pedirle que cambie de opinión acerca del viaje. Opta por las escaleras.
Sofocada, Gabriela entra en la oficina. Karen, al verla, se sorprende: “Pero si te acabas de ir”. “Me regresé porque se me olvidó el IFE y no tengo nada más con qué identificarme”. Se encamina hacia su privado dispuesta a guardar el cuaderno, pero al verlo siente curiosidad; levanta la tapa y lee lo que está torpemente escrito en la primera hoja: “Este soy yo: Tadeo Ramírez Avelino”.
Gabriela sonríe: esas palabras demuestran que Tadeo había atendido su consejo de que, cuando el aislamiento y la soledad le resultaran gravosos, se pusiera a escribir algo de sus recuerdos. En aquel momento, Tadeo le había pedido que no se burlara de él. A quién iba a interesarle la vida de un hombre ignorante, que había aprendido a leer y escribir a los 32 años, gracias a que a su barrio llegaron maestras que ofrecían clases gratuitas de alfabetización para adultos que no hubieran tenido oportunidad de asistir a la escuela.
Gabriela recuerda el tono solemne que empleó Tadeo para decirle que había aprovechado la oportunidad de estudiar, aunque le diera vergüenza hacerlo ya tan grande, por dos razones: su esposa sabía leer y escribir, mientras él “ni la o por lo redondo”, y eso lo avergonzaba ante ella. Cuando Gabriela le preguntó por el segundo motivo, Tadeo se sonrojó levemente y no le dio respuesta.
IV
Al terminar la lectura del cuaderno, Gabriela lo cierra y pone la mano sobre la tapa como si no quisiera que nada de lo escrito en sus hojas escapara. Piensa que debería decirle a Tadeo cuánto la había conmovido su historia, en resumen: una serie de emigraciones entre el momento en que dejó su tierra y el de llegar a la gran ciudad.
Sin conocer a nadie, los primeros tiempos habían sido muy difíciles. Analfabeto, incapaz de leer los nombres de las calles, se guiaba por los edificios, los comercios y los monumentos. Era tal su miedo a perderse –escribió– que en sus pesadillas soñaba que todos esos puntos de referencia se movían y le era imposible orientarse para volver al Cuadrante de la Soledad. Allí alquilaba un cuarto en un edificio muy antiguo. Las que habían sido viviendas eran bodegas, de modo que él era su único habitante, aparte de los fantasmas.
Luego, casi al final de su relato, escribió lo mucho que se le había ampliado el panorama a raíz de que aprendió a leer y escribir. Por lo pronto, olvidó sus temores a perderse. En sus caminatas por los barrios, como abonero, se detenía ante los puestos de periódicos para enterarse de las noticias y, al mismo tiempo, practicar sus conocimientos y asegurarse de que permanecía intacto su único capital: las letras.
Gracias a sus estudios había podido realizar muchos de sus sueños, excepto uno: ver películas que vinieran de otras partes del mundo. Sus nociones no le alcanzaban para leer los subtítulos a la velocidad con que iban cambiando.
En la última hoja Tadeo relataba el encuentro con la instructora. Quedaría eternamente agradecido porque a los 32 años le había enseñado a leer y escribir. Al final explicaba las dos razones que lo habían animado a estudiar. Gabriela conocía la primera –la esperanza de igualar a su esposa en conocimientos– y la segunda le resultó inesperada: “La maestra Rosa tenía una sonrisa muy bella, tanto como la de usted”.
Gabriela vuelve a la primera página y lee: “Este soy yo: Tadeo Ramírez Avelino”.