Creo que no debemos admitir en el panteón de los héroes nacionales a Agustín de Iturbide. No sólo porque haya sido considerado (injustamente) traidor por sus contemporáneos, sino porque cometió errores y maldades que lo imposibilitan para subir al altar: comandante del ejército virreinal, se destacó no sólo por su eficacia contra los insurgentes, sino por su crueldad. No fue magnánimo. Entre sus hazañas estuvieron la destrucción de villas enteras. Creía firmemente que el terror podía pacificar al país. Llegó al extremo de hacer fusilar mujeres de los insurgentes para obligar a éstos a rendirse.
Tampoco fue honrado y las autoridades coloniales lo procesaron. El giro que lo llevó a estar del lado de la independencia estuvo motivado más por su ambición política que por su patriotismo. Se autoproclamó emperador y tuvo una pésima gestión que lo obligó a abdicar y a exiliarse, aunque vistos los hechos con una mirada contemporánea, puede parecernos excesiva e injusta la condena a muerte que sufrió.
Sin embargo, imaginó y cumplió una de las más brillantes maniobras políticas en la historia de México. Entendió que la oligarquía criolla podía inclinarse por la ruptura con España, si esto impedía que entrara en vigor un código liberal (la Constitución de Cádiz) que contradecía los intereses de los grandes potentados y de la Iglesia que no dudaron en volver las espaldas al régimen virreinal con tal de no soportar las disposiciones de libertad y de igualdad contenidas en esa ley. Este repudio fue entendido muy bien por él.
Fue un gran mérito haber comprendido este desplazamiento y no menor convencer a los sobrevivientes de la causa insurgente de que tenían ante sí la oportunidad de lograr la ansiada y diferida independencia para convertirlos en aliados después de haber sido enemigos mortales.
Iturbide logra, sin derroche de sangre, después de 11 años de guerra interna, y por una inesperada unanimidad, que todos los actores políticos, todas las clases y castas se unieran en torno de su iniciativa. Forma un ejército que recorre el país y finalmente, en medio de un frenesí colectivo, entra a la Ciudad de México en “el día más feliz de nuestra historia”, según Alamán, para acto seguido proclamar la independencia. No pueden desconocerse los méritos de esas maniobras, quizá las más eficaces de que hay registro.