Así calificó el historiador y político conservador Lucas Alamán al 27 de septiembre de 1821, día en el que ingresó a la Ciudad de México el Ejército Trigarante, integrado por insurgentes y realistas. Se logró después de arduas negociaciones iniciadas por Agustín de Iturbide para convencer a los jefes rebeldes, particularmente a Vicente Guerrero, que se unieran para declarar la Independencia de México.
Una vez remontada la desconfianza que a Guerrero le daba la propuesta del militar que había combatido encarnizadamente la insurgencia, aceptó suscribir el Plan de Iguala. De éste se desprendieron los Tratados de Córdoba, que Iturbide firmó con el recién llegado jefe político español Juan O’Donojú, quien vio que se enfrentaba a un hecho consumado y no le quedaba más que aceptar la emancipación.
Detrás del Plan de Iguala estuvo un grupo de personas de la elite virreinal que se reunía en la iglesia de la Profesa y que estaba muy preocupado porque en España las cortes amenazaban con abolir los fueros de los eclesiásticos y de los militares. Temerosos de perder sus privilegios, idearon ese plan que Iturbide utilizó, después de realizar algunas modificaciones, para convencer a los líderes insurgentes. Se afirma que la célebre Güera Rodríguez tuvo que ver en su elección como cabeza del movimiento.
El día elegido para el triunfal arribo del Ejército Trigarante, que recibía ese nombre debido a las tres garantías que defendía: religión católica, Independencia de México y la unión entre los bandos en guerra, era también el cumpleaños 38 de Iturbide. La Ciudad de México fue adornada con arcos triunfales, templetes, los balcones de las casas y los edificios públicos lucían colgaduras y pendones con los colores de la bandera tricolor.
Todas las clases sociales –se habla de 60 mil espectadores– se volcaron jubilosos a las calles a vitorear y aplaudir a alrededor de 16 mil hombres y –poco se sabe– también algunas mujeres que desfilaron por varias horas hasta llegar a la Plaza Mayor.
A la cabeza del contingente iba el libertador, vestido de civil con botas, una casaca de paño verde y un sombrero con tres plumas; a su lado, Vicente Guerrero, el valeroso insurgente que pactó la unión.
Al cruzar el arco triunfal, en la esquina del convento de San Francisco –en la actual calle Madero– el libertador se apeó del caballo para recibir de los regidores del ayuntamiento las llaves de la ciudad. Volvió a montar y continuó el desfile. Se cuenta que hizo una pausa a la altura de lo que hoy es Madero e Isabel la Católica para acercar su caballo al balcón donde se asomaba la Güera Rodríguez, a quien lanzó una pluma del sombrero y reanudó la marcha.
Ese fue el comienzo de una serie de festejos iguales a los que se realizaban durante el virreinato. Un mes más tarde tuvo lugar la Jura del nuevo gobierno. La consigna fue que se hiciera “en la forma y con la magnificencia que se efectuaban las de los reyes” y que a lo largo y ancho del territorio se hicieran actos como bailes, peleas de gallos o corridas de toros.
Meses después, en mayo de 1822, una facción del ejército hizo tomar las armas a la tropa declarando el nombre de Agustín I. De inmediato se fueron a su casa –el hoy conocido Palacio de Iturbide, en la calle Madero– a gritarle vivas, y de ahí al teatro, donde se interrumpió la función para comunicar la proclamación del emperador en medio del aplauso del público. A la mañana siguiente, en una reunión del Congreso, tras un encendido debate, 67 diputados contra 15 lo eligieron emperador de “Méjico”.
Siempre me ha parecido curioso que en los acuerdos para lograr la Independencia se establecía que se invitara a gobernar el nuevo país al rey Fernando VII, a un príncipe español o en ultima instancia algún mexicano.
El 21 de julio se celebró la entronización de Agustín I, en una larga ceremonia que tuvo lugar en la Catedral. Llevaría tres crónicas describir el boato y ritual que acompañó el acto, desde que salió del palacio –ahora imperial– hasta que se le coronó y salió con su pomposo atuendo, con un manto de terciopelo rojo forrado con armiño y su gran corona. Nada diferente a las coronaciones de los monarcas que nos habían gobernado. Varios años nos llevaría desprendernos de esa mentalidad virreinal, hasta que llegó la austeridad republicana con el gobierno liberal.
Mañana se cumplen 200 años de la entrada el Ejército Trigarante, que hay que festejar, aunque por un buen tiempo todo siguió igual. Les propongo ir a Nico, en la avenida Cuitláhuac 3102, a degustar un incomparable chile en nogada, excelso platillo que se dice fue creado en honor del nuevo emblema tricolor que festejaba nuestra Independencia.