Es la crónica del declive de la memoria. Libro sobre dolorosos meses y días en que Gabriel García Márquez fue perdiendo su prodigiosa memoria y, lo más doloroso, era consciente de la devastación que se aproximaba. Gabo y Mercedes: una despedida, nos hace partícipes de momentos muy íntimos, el principal de todos es cómo se vivió en casa del genial escritor su pérdida paulatina de salud y recuerdos.
Rodrigo García, hijo de García Márquez y Mercedes Barcha ha querido firmar la obra con su nombre y el apellido paterno, y no referir el materno. Tal vez porque buscaba no ser identificado como hijo de la famosa pareja y así tener a su favor la genealogía que podría granjearle simpatías de los posibles lectores antes de que abriesen el libro. La decisión, me parece, va en el sentido antes mencionado y para nada es desaire a Mercedes, sobre quien el autor se refiere en varios lugares de la obra con admiración, profundo agradecimiento y rendido amor.
Por cuestiones existenciales me remeció el alma la parte en que Rodrigo García cuenta cómo Gabo sabía, en momentos de lucidez, que la memoria se le estaba desvaneciendo: “Mi padre estaba plenamente consciente de que la memoria se le esfumaba. Pedía ayuda con insistencia, repitiendo una y otra vez que estaba perdiendo la memoria. El precio de ver a una persona en ese estado de ansiedad y tener que tolerar sus interminables repeticiones una y otra vez es enorme. Decía: ‘Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme’, y luego lo repetía de una u otra forma muchas veces por hora y por media tarde. Era extenuante. Con el tiempo pasó. Recobraba algo de tranquilidad y a veces decía: ‘Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo’ o ‘Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta’”.
¿Cómo no evocar, leyendo lo citado, el genial epígrafe que abre Vivir para contarla, libro de memorias de Gabriel García Márquez? Muchos lo hemos memorizado: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y entre oleajes de amnesia, narra Rodrigo García, Gabo desconocía la casa del Pedregal en la Ciudad de México y pedía que lo llevaran a la de su abuelo, donde tenía una cama junto a la del coronel Nicolás Márquez, “con quien vivió hasta que tuvo ocho años y quien fuera el hombre más influyente en su vida”. El abuelo inspiró el personaje de Aureliano Buendía, el cual ya aparece en La hojarasca. Nicolás Márquez llevó a su nieto a conocer el hielo, imagen grabada en las líneas iniciales de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Sobre la experiencia de palpar el hielo y el uso de la misma en su obra mayor, García Márquez evocaría: “Lo toqué y sentí que me quemaba. Pero en esa primera frase de la novela yo necesitaba el hielo porque en un pueblo que es el más caliente del mundo la maravilla es el hielo. Si no hace calor, no me sale el libro. Tanto calor hace que ya no hizo falta volver a mencionarlo, estaba en el ambiente”.
La vida es muchas veces la búsqueda del origen, raíces que nos expliquen lo que somos y cómo nos nutrieron personas y acontecimientos. García Márquez recordaba que fue “el abuelo quien me hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años”, cuando lo llevó a conocer los animales de un circo itinerante. Entonces le dijo que el rumiante nunca visto por el niño era un camello, “alguien que estaba cerca le salió al paso: perdón, coronel, es un dromedario”. Para disipar la diferencia entre uno y otro, don Nicolás consultó el diccionario que atesoraba y, cuenta Gabo: “Entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello”. El abuelo le dijo al asombrado infante: “Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca”. Gabo tuvo entonces una experiencia axial, que en buena medida explica su maestría en el uso de las palabras y la construcción literaria que creó vocablo a vocablo.
García Márquez legó el cuento Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (1955), Rodrigo García escribe sobre “una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano”, acerca de los días en que le tocó ver a su padre en cama y esperando el desenlace diagnosticado por los médicos: “Me paro a los pies de la cama y lo observo, deteriorado como está, y me siento a la vez su hijo (su hijito) y su padre. Estoy sumamente consciente de que cuento con una panorámica excepcional de sus ochenta y siete años. El principio, la mitad y el final están frente a mí y se despliegan como un libro en acordeón”. Un acordeón para musicalizar el vallenato que cuente la vida y andanzas de Gabriel García Márquez, cuya letra necesariamente deberá incluir flores y mariposas amarillas.