El presidente Biden vende su proyecto económico. Pronto habrá de llevarlo al Congreso para su confirmación y la legislación requerida para aplicarlo. El argumento de la venta es: “Hemos fijado una meta y es asequible. Se creará un gran crecimiento económico, se reducirá la inflación y se pondrá a la gente… en un lugar donde no tendrán que preocuparse de lo que hoy los consterna”.
No es poca cosa lo que ofrece. Pero, la disputa es ruda. Hay mucha confrontación en el ambiente político; deriva de las condiciones económicas, y se añaden los hechos que marcan la derrota de Trump y sus secuelas, la enmarañada retirada de Afganistán y la evolución de la pandemia, la cuestión migratoria.
El paquete económico representa un costo total cercano a los 5 trillones de dólares (billones según se mide aquí); 1.2 trillones se destinarían a obras de infraestructura –un programa de gran envergadura– y 3.5 a lo que se conoce como “plan para las familias americanas”, que cubre educación, cuidado de los infantes, salud y acciones en contra del cambio climático. Los recursos habrán de provenir del alza de los impuestos a las corporaciones y las personas con más altos ingresos.
Tanto por el origen de los recursos, como por su destino hay una contraposición entre ambos partidos en el Congreso. En el contexto de la política estadunidense, los republicanos tachan el proyecto de Biden de un intento de llevar decisivamente el país a la izquierda. Incluso legisladores demócratas plantean una postura más conservadora.
Hay un eco en esta situación que tiende a remontarla a la era de Truman y Roosevelt con respecto a la política de déficit fiscales y su relación con la dinámica de la economía. Según el programa de Biden se requiere un enorme gasto público, lo que hoy implica, de inicio, subir de inmediato el límite de endeudamiento del gobierno.
El gasto público aparece como medio para enmendar una condición económica y social que exige una seria reparación, como ocurrió tras la crisis económica de 1929. Una necesidad, hoy, ante el desgaste provocado por una larga época que definió la dinámica del capitalismo, marcada por las políticas públicas y la desregulación de los últimos 30 años y sus consecuencias.
El endeudamiento ha sido un elemento decisivo de este modo de acumulación de capital, de generación de riqueza y distribución del ingreso; de las discordancias entre los patrones de la actividad productiva y las transacciones financieras; de la inversión frente a la especulación. El Instituto de Finanzas Internacionales estima que la deuda global al final del primer trimestre de 2021 era del orden de 296 trillones de dólares, 25 trillones más que un año antes (la deuda gubernamental era de 86 trillones, mismo monto de la deuda corporativa no financiera, 69 la del sector financiero y 55 la de los hogares).
Es redundante señalar que la situación general es grave y que nadie puede afirmar por cuanto tiempo podría sostenerse. Biden está, literalmente, poniendo en juego su presidencia. Sea cual sea el desenlace, con o sin un reposicionamiento de Estados Unidos en el mundo, las implicaciones tendrán un efecto global.
Los movimientos que hoy se advierten, se extienden claramente por otros frentes. En el campo estratégico-militar está la salida de Afganistán luego de 20 años y lo que representa en esa convulsa región del mundo y para las potencias de la zona: China y Rusia. En el mismo terreno, el pacto firmado con el Reino Unido y Australia que involucra la flota de submarinos nucleares en ese último país, otra área de enfrentamiento con China.
Las consecuencias geopolíticas de estas decisiones abarcan a la Unión Europea, exigida cada vez más de una redefinición económica y política. Ése es cada vez más un espacio en discordia incluso en el núcleo de lo que representa aún ese acuerdo regional. Los desplazamientos de poder que todo esto significa, dejan a otras regiones en una situación política crecientemente marginal, aunque no en cuanto a sus consecuencias.
El cambio climático ha sido resaltado de modo explícito en la agenda de Biden. No podría ser de otra manera en la medida en que el fenómeno ha provocado severas repercusiones en el entorno natural y un fuerte impacto social. Las manifestaciones y políticas económicas de la gestión medioambiental son fundamentales de una u otra forma, ninguna es de baja intensidad; abarcan al planeta entero. Son fuente de una alta conflictividad. Ninguna sociedad puede soslayarlo, so pena de grandes riesgos y antagonismos. ¿Qué tan cerca está el límite en esta cuestión? ¿Cuáles serán sus expresiones políticas? ¿Cómo afectarán a las estructuras del poder?
Para México, lo que ocurra en Estados Unidos y sus repercusiones regionales y globales tienen evidentemente un sentido estratégico primordial. No es un asunto de preferencias políticas o ideológicas del momento. Lo que se haga hoy aquí definirá las condiciones de la existencia de varias generaciones. Esto exige una altura en del pensamiento, las definiciones, las estrategias y las acciones requeridas en distintos escenarios y plazos de gestión. Se pueden plantear una serie de principios políticos e ideológicos desde el gobierno, como se está haciendo ahora de diversas maneras. Pero eso no representa, necesariamente la claridad asociada con el objetivo expreso de acrecentar el bienestar, reforzar los intereses, las necesidades y la soberanía de esta sociedad, del conjunto de esta nación y cómo se articulan.