El bochorno del mediodía acentúa el olor que se levanta de entre los escombros. Nubes oscuras, densas, manchan el cielo. Bajo una luz parda, de pie junto a la puerta de su casa, Rebeca mira desolada a su alrededor. Le parece increíble que la cuesta por donde caminó tantas veces se haya convertido en un río de enormes piedras a consecuencia de las lluvias torrenciales y el desgajamiento de la loma. Ruinas por todas partes, casas hundidas y otras que parecen a punto de caer; calles intransitables donde los techos y paredes desplomados integran un confuso mosaico de colores.
En la calle no se oyen cláxones, ni el ladrido de los perros, ni la música con que las mujeres acostumbran acompañarse, ni las conversaciones que sostienen a distancia mientras realizan sus tareas. En medio del silencio inusual, Rebeca escucha que alguien grita su nombre. No responde al reclamo, sigue viéndolo todo sin aceptar que la colonia –paralizada desde antes a causa de la pandemia– haya cambiado de una manera tan drástica y tal vez nunca vuelva a ser la de antes, la que conoce desde hace más de once años, cuando ella y Manuel llegaron a ocupar el terreno donde construyeron el primer cuarto con tabicones y láminas.
II
A punto de entrar en su casa, donde aún se ven huellas de la inundación, la alcanza su amiga Maurilia. Lleva en brazos a un bebé y la sigue un perro abandonado, amarillento y rabilargo.
–Te estuve gritando, pero no me oíste. Vine a decirte que me voy con los niños al albergue. No tiene caso que sigamos aquí, donde corremos tanto peligro. Acuérdate: uno de los expertos que vinieron el otro día dijo que aunque estén atajando las piedras con polines y costales de arena, en cualquier momento puede haber otro derrumbe y esta casa está muy cerca de la ladera. Mejor salte y vente con nosotros.
Ante la negativa de Rebeca, Maurilia insiste:
–Si piensas quedarte aquí para cuidar los pocos muebles que salvaste de la inundación, en serio te digo que haces muy mal. Las cosas materiales, con sacrificios y como sea, se pueden reponer, pero la vida ¡nunca! Ándale, agarra lo que necesites, pero rápido. ¿Qué tal si vuelve a llover?
Maurilia se interrumpe cuando llega Asdrúbal, su hijo mayor:
–Mi abuela me mandó a decirte que te apures a regresar. Quiere que nos vayamos al albergue antes de que llegue más gente y ya no haya lugar donde quedarnos.
–Corre a avisarle que ahorita voy.
En cuanto el niño da media vuelta, Maurilia retoma su labor de convencimiento.
–No puedo obligarte a que vengas con nosotros, pero me iré muy preocupada por ti. Si luego te animas, ya sabes que allá te hacemos un campito.
III
Rebeca espera a que Maurilia se aleje y entra en la casa. El fuerte olor a humedad le recuerda otros desastres, pérdidas, búsquedas angustiosas entre las ruinas dejadas por los terremotos, el desbordamiento del canal y aquella explosión matutina en la que murieron tantos animales, entre otros, los canarios de su madre. Haberlos visto carbonizados, prendidos a los barrotes de la jaula, es algo que aún la horroriza.
Rebeca se siente aún más desolada al ver en las paredes las huellas de la inundación, muebles, trastos, ropa de cama, zapatos desiguales: todo fuera de su lugar, enlodado, hasta el San Judas de bulto, regalo de Maurilia, que tenía en la mesita al lado de su cama. Rápido se persigna, lo levanta, lo limpia con la mano y se disculpa con su santo protector como si ella fuera la culpable de su caída.
Cuando devuelve la imagen a su sitio descubre el retrato que la familia se tomó hace cuatro años, el día en que acudieron a la terminal para despedir a Manuel. Por tercera ocasión iba a trabajar en Mi Mexicanita, el restaurante de un paisano en Indiana.
IV
Rebeca sigue mirando el retrato y se pregunta cómo le dirá a Manuel que, por las lluvias tan fuertes, la casa se inundó y quedaron inservibles casi todos los muebles. Habían ido comprándolos con algo de su sueldo como demostradora de cosméticos, pero sobre todo con las remesas que él le enviaba, seguidas por sus instrucciones telefónicas acerca de lo que debía comprar con ese dinero.
“Una tele, pero de las buenas”. (Joven, una preguntita: aunque vaya a pagar en abonos, ¿me dará de una vez la garantía?). “¿Un sillón donde quepamos bien los dos”. (Señor: ¿qué cuesta ése con el asiento de terciopelo?”). “Un refrigerador que haga hielo”. (Perdone: ¿nada más hay blancos o también de colores?”). “Siempre he tenido ilusión de que compremos una cantina rústica, de esas que hemos visto cuando vamos a Chalco”. (Oiga, señora: ¿con espejo me saldrá al mismo precio que la otra?”).
La única vez que Rebeca tomó la iniciativa en la compra fue cuando eligió la cómoda de tres cajones que tiene los manerales y los filos dorados. La pérdida de ese mueble y de la cantina es lo que más le duele, aunque en realidad siente mucho que hayan quedado inservibles los demás. Cada uno representaba muchos esfuerzos, sacrificios, pero también avances. Por si fuera poco, Rebeca considera que en ellos estaba escrita la historia de su vida con Manuel.
La enorgullece ver cuántos logros han tenido. Al llegar a esa casa sólo tenían la cama, la mesa de la cocina, una parrillita y el refrigerador con la marca de un refresco que les vendió un vecino, quebrado en su pequeño negocio de abarrotes.
IV
Inclinada, llorosa, con las manos unidas sobre el pecho, Rebeca le suplica a San Judas que les conceda, a ella y a Manuel, fuerzas y vida suficiente para empezarlo todo de nuevo. Interrumpe su fervoroso monólogo la aparición de su amiga.
–Maurilia, pensé que estabas en...
–Todos los de esta cuadra ya se fueron y no puedo dejarte sola. Vente, vámonos al albergue, y rápido, porque ya no tarda en soltarse el aguacero.
–Está bueno, me voy, ¿y quién cuida mis cosas?
–¿Pues quién va a ser? Tu San Juditas, si no, ¿para qué piensas que te lo regalé?
Un relámpago ilumina el cielo. Caen las primeras gotas de lluvia. En el río de piedras suena algo que parece un gemido.