I. En 1973, el 11 de septiembre fue un martes. Yo estaba en Córdoba, la segunda mayor ciudad de Argentina, y había pasado horas de la tarde anterior y de aquella mañana con Agustín Tosco, el legendario dirigente sindical, para preparar un reportaje para el diario brasileño del cual era corresponsal en Buenos Aires.
Recuerdo que faltaba poco para las dos de la tarde cuando volví al hotel para comer algo y preparar el texto y enviarlo a Brasil.
Al transitar por una calle me llamó la atención el gran número de personas que se aglomeraban frente a tiendas con los televisores prendidos. Decidí acercarme y supe entonces que había un intento de golpe militar en Chile y que bombardeaban el Palacio de la Moneda.
Muy pronto se armaron puestos para inscripción de voluntarios para viajar a Chile y sumarse a la resistencia al golpe. El número de jóvenes como yo (recién había cumplido 25 años) y de obreros en las colas para enlistarse me llamó la atención. Había un verdadero fervor, que bajó a cero cuando se confirmó que el presidente Salvador Allende estaba muerto y la dictadura de Augusto Pinochet había sido implantada.
Viajé a Chile en febrero de 1974, con la excusa de un pedido de entrevista a Pinochet que presenté en la embajada chilena en Argentina.
En realidad, fui para realizar cuatro largas entrevistas, en la más absoluta clandestinidad, con Jaime Gazmuri, en la época el más importante dirigente de la resistencia civil contra Pinochet. A la salida logré sacar de Chile parte importante de la documentación de denuncias que fueron encaminadas al Tribunal Russell, que luego se realizaría en Roma, teniendo a Julio Cortázar como uno de sus organizadores.
Unos años después, en 1990, volví a Chile ya con Pinochet alejado el poder. Y de lejos vine acompañando el lento regreso a la normalidad en el país de mis amigos fraternos.
Sin embargo, jamás se borraron de mi memoria las imágenes de aquel 11 de septiembre de 1973 y todo el horror vivido después.
II. En 2001, el 11 de septiembre fue un martes. En Río de Janeiro, yo estaba entrando en el edificio donde tenía mi oficina cuando vi en el televisor prendido en la recepción, un avión impactándose contra una de las Torres Gemelas en Nueva York. La imagen era sobrecogedora y se repitió varias veces mientras yo aguardaba la llegada del ascensor.
Al llegar al piso de mi oficina, otro aparato prendido transmitía lo que me pareció la misma escena. Pero al fijarme un poco más, me di cuenta de que no, era otra imagen. Otro choque. ¿Otro accidente, tan casualmente idéntico?
En un instante se supo que no, que era un atentado. Y que otros dos se habían frustrado. La gran pregunta: ¿quién se atrevería, con tanta eficacia y osadía, a atentar de aquella manera contra la mayor potencia del planeta?
Hubo miles de muertos en Nueva York, y centenares de millones en todo el mundo entraron en estado de alarma y desconcierto. ¿Qué pasaría?
Lo primero que se me ocurrió, frente a semejante horror, fue que la vida tiene sus ironías, amargas ironías.
Al fin y al cabo, exactamente 29 años antes, en un martes 11 de septiembre y casi a la misma hora, un golpe sangriento plenamente inducido y respaldado por Washington había liquidado la democracia en Chile.
Y por primera vez Estados Unidos experimentaba en carne propia lo que llevaban a cabo en otros países, con Chile tornándose el más emblemático de todos.
Luego se supo que había más de amarga ironía: el gran cabeza del horror vivido por Estados Unidos, Osama Bin Laden, había sido entrenado, como los suyos, por Washington para llevar a cabo actos terroristas contra los soviéticos en Afganistán.
De esa forma, los estadunidenses tuvieron con dosis duplicada el veneno que aplicaban alrededor del mundo.
III. Este año, el 11 de septiembre fue un sábado. En mi pobre país, no hubo ningún incidente específico, ningún accidente, ninguna tragedia puntual.
Jair Bolsonaro, el presidente ultraderechista, siguió dando claras muestras de su irremediable desequilibrio. Fue controlado en sus intentos golpistas exhibidos cuatro días antes, pero se sabe que pronto volverán a su estado normal, es decir, de clarísimo ataque contra las instituciones.
No hubo ninguna tragedia el 11 de septiembre porque la tragedia está instalada desde la llegaba de Bolsonaro al sillón presidencial en tierras brasileñas.
Brasil sigue siendo destrozado cada día por ese sicópata. Y lenta, pero persistentemente, mientras los que podrían contenerlo –en especial el Congreso, frente a los innúmerables crímenes comprobadamente cometidos por Jair Bolsonaro– se mantienen en su cobarde complicidad, la destrucción no se resume a dos inmensos edificios: lo que se destruye es el país entero, lo que se aniquila es parte esencial del futuro.
Son tragedias que no se comparan. Pero ni por eso dejan de ser trágicas.