La idea de que a través de los mercados globales autorregulados el mundo superaría sus muchos desarreglos y dislocaciones, por lo pronto está en pausa. No tanto por la fortaleza del discurso de sus postulantes, defendido todavía por muchos en algunas ciudadelas, sino porque los apoderados y epígonos de tal brujería se ubican en prevalentes condiciones de poder, con presencia en nichos tecnológicos y en mercados mundiales.
La empresa que ayer se plantearon pensadores como Hayek y Mises, sumos sacerdotes del neoliberalismo originario, fue de apropiación y transformación de un mundo que parecía encarar sus límites históricos. Nuestro reto ahora es reformar el mundo que nos dejó ese proyecto sin alterar catastróficamente las relaciones comerciales, productivas y financieras tejidas en los últimos cuatro decenios en torno al mito de la supremacía del mercado, y evitar caer en una “alternativa” como aquella de la planeación integral y vertical soviética que sucedería y superaría al mercado.
¿A partir de qué plataformas ideológicas y políticas es posible imaginar un cambio con equidad y estabilidad? ¿Con qué instrumental y mediante qué acuerdos puede la sociedad globalizada y pos pandémica abordar los enormes retos y reparar las estructuras e instituciones necesarias, no sólo para rescatar lo dañado, sino para una reconstrucción transformativa?
Desde el susto de 2008 y su Gran Recesión, variados grupos y centros de pensamiento se han dedicado a trazar rutas de navegación, diseñar y afinar los instrumentos adecuados, hacer política de la buena, democrática y comprometida con el desarrollo, la justicia y la igualdad como valor maestro, según reza el llamado de la Cepal y la ONU. Pero, por lo visto en estos años de pandemias y respuestas titubeantes, mucho nos falta por recorrer, sufrir y enmendar sobre la marcha. Y sí, improvisar y estar listos para fallar y fallar de nuevo, pero cada vez mejor, según la conseja de Samuel Beckett.
De este panorama puede emerger racionalmente la conveniencia y necesidad de contar con democracias que funcionen no sólo como gobiernos eficientes, también como vías adecuadas para el intercambio plural de diseños e itinerarios, donde al calor del debate se forjen los líderes, como lo quería Weber, y se llegue a consensos y acuerdos políticos que, por sus frutos, redunden en el fortalecimiento del Estado siempre adjetivado como democrático.
En estas ocupaciones deberíamos estar enfocados y para ello los nuevos legisladores deberían prepararse y buscar contagiar a los orondos habitantes del Senado. De intercambios democráticos plurales, amplios, respetuosos, tendrían que estar hablando la Cuarta Transformación y sus dirigentes, tejer los acuerdos indispensables para zarpar, rumbo a un mar proceloso y desconocido. Desde luego un mar cruel, como suele serlo cada vez que lo visita el huracán o lo conmueven las corrientes de fondo. Hasta ahora no ha sido así y lo único que parece ocurrírseles es recitar el mantra de la diferencia y de la lealtad a toda prueba.
Quizá nos toque navegar sin un nuevo compás por un buen tiempo. Habrá que habilitar a los siempre listos marineros y contramaestres para arriesgar nuevos rumbos, dejar atrás este presente continuo y pasmoso y este futuro sin rumbo; este maelstrom heredado de las aventuras liberistas y que ha hecho eclosión con la pandemia.
Nos queda la política, recurso nada menor. Aunque hayamos abusado de ella y de su memoria. Llegó la hora de recuperarla.