Estados Unidos a cada paso ratifica su espíritu persecutor, vocación discriminatoria, supremacista, de eterna intolerancia hacia los que no sean blancos, caucásicos, como ellos se identifican. Padecen de odio étnico, luchan contra la lógica de la vida que es creatividad.
Ante su asombro las minorías contrarias crecen cada día. Crecen a diario motivando los blancos, primero desagrado, intolerancia después. Ahora sienten miedo a su influencia. Miedo a que en el tiempo los excluidos logren espacios y formas de supremacía, como el caso de Obama.
Un ejemplo criminal más, poco conocido en nuestro medio, es la expulsión de sus tierras y consecuente degradación de tribus indígenas que se intensificó a mitad del siglo XIX. Los migrantes europeos y sus descendientes necesitaban tierras, primero para cazar, luego para su ganadería y agricultura, después para explotar el novedoso “oro negro”, el petróleo.
Con la compra de Luisiana a Napoleón, en 1803, Estados Unidos adquirió un supuesto derecho sobre las tierras de la enorme cuenca del Misisipi equivalente a 23 por ciento actual del país. A la manera de ver de los colonizadores eso les daba derechos de posesión a costa de los pueblos originarios. Ahora procederían a la limpieza étnica.
Ahora había que limpiar de indios a las tierras entre el Atlántico y abarcando el Misisipi. Después se seguiría al medio oeste hasta las costas del Pacífico. La manera más eficaz para la mentalidad que hasta hoy prevalece fue diseñar la Ley de Traslado Forzoso de Indios, emitida por el presidente Andrew Jackson, en mayo de 1830.
La posibilidad legal de expulsar a tribus originarias proporcionó facultades al presidente Andrew Jackson. Se estima que como consecuencia unos 100 mil indios fueron desterrados hacia el oeste.
Jackson puso una gran presión sobre los líderes de las tribus para que firmasen convenios de expulsión. Esa presión creó graves divisiones dentro de las naciones indias ya que los líderes tribales defendían distintas posturas. Los desalojos fueron impuestos a sangre y fuego, lo que dio lugar a la muerte de una cantidad estimada en 4 mil personas, sólo de la tribu cheroqui, la mayoría por hambre y enfermedad.
Pronto aparecería la figura genocida de la alcoholización inducida y la creación de reservaciones carceleras de la población expulsada. En el siglo XX se introduciría la creación de casinos de juego dentro de ellas. Así se aceleró la destrucción cultural de su población.
La proximidad de las tribus se argüía como una amenaza para la paz y seguridad de los colonos. La solución: expúlsenlos más allá. Así, unos 14 mil fueron trasladados al oeste. Vale recordar que los nativos a menudo eran armados por gobiernos como Gran Bretaña y España, viejos colonialistas que defendían o intentaban apoderarse de tierras.
Hoy viven aproximadamente un millón de indios en 300 reservaciones dirigidas por un llamado bureau en Washington. Este centenario proceso destruyó los hábitos de vida comunitaria, base de su seguridad, productividad y trascendencia.
Estas barbaridades se han visto en mil escenarios. Es una forma de relación humana que como el deterioro ambiental, fue acreditada como intolerable ya muy tarde. A semejanza, la humanidad crece en la toma de conciencia y el retador flujo de migrantes avanza moviéndose de sur a norte, igual en África, Medio Oriente o Latinoamérica.
Como todo desafío mayor, demanda respuestas de gran calado, siempre insuficientes pero inevitables donde el mundo tenga pretensión de ser civilizado. Países europeos, principalmente los de costas mediterráneas, han sido impactados en una reciente versión desde hace quizá 40 años y están sujetos a agudos problemas de identidades étnicas y magnitudes no sospechadas.
Su respuesta ha sido vitalizar el concepto de integración como perspectiva demográfica, de integración cultural, política, social, económica. Es un proceso largo, difícil, véase Francia o Gran Bretaña.
Implica encarar temas espinosos durante la creación de una identidad común de grupos étnicos, lingüísticos, religiosos, extranjeros o procedentes de regiones internas para que se identifiquen como parte de la misma comunidad. Cuando los migrantes son de origen externo es fácil etiquetarlos como amenaza a la seguridad nacional.
El reto no es evitable, por ello peor es postergar su atención por más comprometedora que resulte. La exclusión nunca fue fórmula, nunca funcionó en ninguna parte. Hay mucho que debatir, hay muchos intereses cruzados desde el coyotaje, hasta programas de la ONU. Lo más peligroso es cerrar los ojos de la sensatez.
Todos somos mestizos, híbridos, aunque ciertas apariencias físicas parezcan decir otra cosa. La única diferencia real, de la que pocos hablan, es el nivel educativo, de ubicación social y económico. Es la desigualdad en los índices de bienestar.
En dos palabras, en la negación a la justicia social. Han sido siglos de aplicar argumentos geopolíticos, ideológicos, militares, económicos y étnicos. En el fondo privó el denominador del desprecio al desposeído. En eso hoy estamos nosotros.