Tendría que ser un mexicano el que nos explicó del modo más elocuente qué es una isla. En La ruta de Hernán Cortés, Fernando Benítez dice que “una isla es una realidad claramente delimitada, una invitación al aislamiento y una manera de escaparse del mundo conocido. Una isla es también un pequeño universo original, un castillo rodeado de su foso, un lugar sui generis, sin fronteras, sin vecinos molestos, autónomo y redondo... Robinson, el más grande de los náufragos, no hubiera existido sin una isla”.
Una isla no existe sin tierra firme y sin náufragos. A México llegaron los primeros cubanos independentistas, expulsados por los déspotas coloniales y republicanos. El más mexicano de todos los cubanos, el poeta José María Heredia, está enterrado en una tumba desconocida en Toluca. José Martí, nuestro héroe nacional, que vivió y se casó en estas tierras, confesaría que “si yo no fuera cubano, quisiera ser mexicano; y siéndolo le ofrendaría lo mejor de mi vida”.
El héroe comunista Julio Antonio Mella, inmortalizado por las fotos de su amada Tina Modotti, moriría el 10 de enero de 1929 en la calle Abraham González, de la colonia Juárez, en la Ciudad México. Tras recibir los disparos de un sicario del dictador Gerardo Machado, tuvo tiempo de identificar a su asesino y expresar “muero por la revolución”. En Tinísima, Elena Poniatowska recreó la escena y los funerales que encabezarían Diego Rivera y Frida Khalo. Cuando Diego despidió el duelo, elogió “la pureza de acción y de opinión y el valor temerario” del cubano y años después pintó a Mella mirando amorosamente a Tina en su serie Del corrido a la revolución.
Ha sido documentada hasta el más mínimo detalle la experiencia mexicana de Fidel y Raúl Castro, del Che Guevara y sus compañeros que se lanzaron en el yate Granma, desde el puerto de Tuxpan, en la aventura revolucionaria que terminó con la victoria del ejército rebelde y la fuga del dictador Fulgencio Batista, en 1959. A partir de ahí, mucho ha corrido y, con presidentes más o menos propensos, no faltó la actitud invariablemente digna de México contra al cerco estadunidense a Cuba.
Pero ésa es sólo una parte de la ecuación binaria entre la isla y la tierra firme. La otra parte de la historia tiene que ver con lo que una antigua costumbre griega entendía por “símbolo”, que era la acción de dividir en dos un objeto, una moneda o un trozo de barro, y los dueños acudirían a sus mitades cuando fuera necesario, en una situación en la que se necesite hospitalidad o solidaridad, por ejemplo. La historia de la relación de México y Cuba no es reductible a etiquetas anticomunistas de última hora, porque es símbolo, pacto de reconocimiento mutuo, valor que no pertenece a ninguna de las partes por separado. Es cultura, material e inmaterial, y es común.
Hay sangre cubana en la Guerra de Independencia de México y está ahí, aunque no lo cuenten en los textos escolares. Eran cubanos algunos de los más cercanos colaboradores de Benito Juárez y su yerno y cercano colaborador, el poeta Pedro Santacilia. Andrés Manuel López Obrador recordaría esta semana en la mañanera que el embajador de la isla, Manuel Márquez Sterling, intentó salvar la vida del presidente Francisco Madero y llevarlo a Cuba, en febrero de 1913. Sin saber que sería asesinado poco después, don Francisco le regaló una fotografía dedicada especialmente al amigo cubano que había ido a verlo en el cautiverio: “guárdela en memoria de esta noche desolada”.
Será difícil para muchos cubanos, ésos que vivimos cercados por el foso del bloqueo estadunidense, olvidarnos de estas celebraciones por el Grito de la Independencia en México. Desoyendo los alaridos de la derecha trasnacional y rindiendo honor a la historia de los dos países, AMLO levantó la mitad mexicana del símbolo e hizo el discurso más emocionante que recordemos muchos cubanos desde Lázaro Cárdenas hasta hoy: “Miguel Díaz-Canel (...) representa a un pueblo que ha sabido, como pocos en el mundo, defender con dignidad su derecho a vivir libres e independientes, sin permitir la injerencia en sus asuntos internos de ninguna potencia extranjera”.
Y cuando Andrés Manuel dice algo así, habla el México que ha sabido construir conviviendo, el que ha creado vínculos en vez de muros, el que ha compartido espacios comunes, el que no grita que se tiene “sentido común”, sino que tiene, de verdad, un sentido de lo común. Habla el México lindo y hermano. Un símbolo.