Hay una conversación pública, no política, originada en contextos nacionales diversos, colmada más de interrogantes que de respuestas, sobre lo que nos está ocurriendo con esta pandemia en curso, adherida a la humanidad como una lapa.Ello, en medio de la implacable realidad de la crisis climática. Son reflexiones a veces abisales repletas de extrañezas experimentadas por los cuerpos y las mentes, hundidos como estamos inescapablemente en una “nueva normalidad” aún en estado naciente, lejos de haber alcanzado el punto crítico para ver nuestro nuevo estar en el mundo.
Por millones, los cuerpos han vivido su fragilidad frente al virus, pero han sentido también su dependencia de los otros, unos extraños que tendieron sus manos para ayudar a superar la enfermedad o salvar la vida, a veces dejándola con graves heridas. Entre esos otros, está el cuerpo médico y los trabajadores ahora llamados “esenciales”. Entre los mexicanos, la fragilidad de los cuerpos ha sido comparativamente mayor, debido a las agudas comorbilidades, hijas de la injusticia social, de la pobreza y la desigualdad profunda, por lo cual hoy tenemos un alto índice de muertes por el virus. Pero esos otros han estado ahí mostrando el valor de lo colectivo, el valor de la solidaridad y de la fraternidad. Los cuerpos lo han experimentado, ya como contagiados, ya como salvos asistidos por los trabajadores esenciales.
Qué ha sucedido en nuestras mentes, no podemos saberlo aún; es demasiado temprano para explorarlo, aún hay oscuridad en el ambiente. Acaso algo profundo se procesa. Para una franja social quizá significativa, tal vez ha reaparecido en su sensación el claro mérito de lo colectivo, el valor inestimable de la solidaridad, el reconocimiento de los otros como los iguales de veras. Las demandas, a veces estridentes y hasta histéricas, de quienes reclaman por las libertades individuales, han estado presentes con mayor amplitud en el mundo “desarrollado”, donde sin duda más profundamente caló la construcción del individuo neoliberal.
Veremos si la fraternidad, enarbolada por el mundo desde la revolución francesa, tiene aún un lugar en nuestra especie. El suceso de la pandemia ocurre en nuestros días amalgamado a la tragedia humana inducida por el cambio climático. El terremoto de la pandemia y el cambio climático juntos, sólo podemos enfrentarlos unidos como especie. No existe una solución no colectiva.
Condorcet, autor del El progreso del espíritu humano, creía que ese progreso era la única razón capaz de mejorar, moral y materialmente a los humanos.Hoy vería ese esfuerzo de generaciones fracasado: la corrupción, el abuso de poder, la malversación, el robo, la mentira, la injusticia ejercida desde el poder, impune a todos los excesos,recreando sin parar al individuo neoliberal. ¿Puede el terremoto de la pandemia y del cambio climático, frente a nuestra fragilidad, aluzar la ceguera del individuo neoliberal, para ceder espacio a la solidaridad humana? ¿Podremos vernos,con nuestros derechos y libertades individuales, como átomos de una humanidad? Son preguntas entrelazadas a la urdimbre de la nueva normalidad.
Es sumamente dudoso esperar una respuesta en positivo. La OMS estima hasta en 25 por ciento el grupo de los insolidarios negacionistas antivacunas. Encima de ese desastre, el acaparamiento por los poderosos, que deja a las mayorías del planeta en el abismo. En esas condiciones hay espacio para que la replicación del virus produzca sin cesar variantes más contagiosas. La variante delta ya frenó la recuperación económica en la Unión Europea y en Estados Unidos. El virus se volverá endémico y será parte de nuestras vidas. Puede ser espantosa la cifra de muertes que periódicamente provoque. El conocimiento, de otra parte, tiene una marcha lenta. No sabemos por qué casi no afecta a los niños, pero el virus los vuelve contagiantes. No sabemos por qué la vacuna tiene un efecto más débil en los mayores. La ciencia médica aún no sabe lo suficiente, pero es nuestro único recurso.
El aporte de los individuos al control del desastre climático sólo puede ser marginal. Es necesario modificar de raíz, en cantidad y en calidad, nuestro modo de producción y, desde ahí, nuestro modo de consumo. Ese cambio es político y, por tanto, colectivo.
Sólo la acción colectiva puede contener al individuo neoliberal, su solipsismo inenarrable y su narcisismo extremo. No se trata de detener el ejercicio de las libertades individuales. Se trata de crear las condiciones para el ejercicio de un poder colectivo, el que acepten y ejerzan las mayorías. La libertad irrestricta del individualismo neoliberal lleva, como a todos consta, a la estupidez dominante, vigente en el mundo ya por cuatro décadas.
Ahora toca transitar entre los vericuetos de la pandemia, para huirle. Pero el mal está con nosotros y dejará huella, la está dejando, en los cuerpos y en las mentes. Ahora toca hacer las cuentas de los caídos y seguir avanzando en medio de los negacionistas adversos.