Por algunas exigencias laborales del momento, tuve la necesidad de escribir ese relato de nuestro pasado que se llama curriculum vitae. Hojas de vida suelen también decirle a esa mirada retrospectiva, a ese flashback que nos autorrecetamos y que, generalmente, tiene más de imaginación que de memoria. No me cabe duda de que, cuando se trata de nuestra historia personal, hablamos de la descripción más subjetiva que podamos dar de nosotros mismos. De alguna manera nos servimos con la cuchara grande a la hora de contar nuestros viejos aconteceres: encontramos razones válidas para explicar las acciones más indebidas y los comportamientos más descabellados. No creo exagerar si digo que el curriculum, y no se diga la autobiografía, son demoledores atentados en contra del octavo mandamiento de la ley de Dios: “No dar falsos testimonio ni mentir”.
Pues con la intención de no convertir las hojas de mi esquemática bitácora personal en un garlito o en un rosario de fake news (por cierto, esta expresión fue escogida por el Diccionario Collins como la palabra del año en 2017, y eso sin estar suscrito a alguno de nuestros diarios nacionales), me sumergí en mi arcón o baúl mundo a rastrear documentos que avalaran mis dichos y vaya sorpresas que me llevé. Por ejemplo, que dentro de mis empleos iniciales estaban el de monaguillo en la catedral saltillense y también “cácaro” de un aparato Bell & Howell para la exhibición de películas en formato 16mm que nos permitía, a los integrantes del Comité Pro Cine Moral, dar funciones los fines de semana en diversos barrios de la ciudad.
Hurgando hasta el fondo de mi singular archivo me fui topando con múltiples nombramientos, pero cosa rara, no encontré huellas relativas a mis despidos, pese a que éstos también han abundado en mi vida laboral. Luego entendí la obvia razón por la que no habían sido documentados: se trataba de decisiones arbitrarias, violentas y con rudeza innecesaria. Tan sólo menciono tres casos y, si hay oportunidad, más adelante las contaré en detalle porque exhiben la concepción patrimonialista del poder que ha prevalecido en nuestro país por muchos sexenios.
El entonces señor secretario de Gobernación Manuel Bartlett me cesó como subdirector del Canal 13 y, posteriormente, dos hermanos de sucesivos presidentes de la República, Rodolfo Echeverría y Margarita López Portillo, también lo hicieron. El primero, del Centro de Producción de Cortometraje, organismo que yo había concebido, fundado y dirigido. La segunda lo hizo de la empresa productora de películas comerciales Conacite. Por esto, cuando faltando unos días para el destape del candidato priísta, me topé con Rodolfo Echeverría Álvarez, quien con gran cinismo se acercó a mí y atreviéndose a dirigirme la palabra, muy sonriente me dijo: “Hola, licenciado, en qué momento más oportuno lo encuentro, usted ya debe conocer el nombre del tapado que pasado mañana seguramente dejará de estarlo, ¿verdad?”. “Pues no, señor –respondí–, mis antenas no tienen tanta potencia. Lo único que me queda estos días es rogar a la virgencita del Sagrado Corazón para que, quien yo deseo sea el ungido, coincida con la decisión de la superioridad”. “Entonces usted ya tiene su gallo –agregó–, ¿se podría saber de quién se trata? o ¿es secreto de confesión?”, pretendió bromear. “Por supuesto que se puede saber, no creo que mi pública y anticipada solidaridad afecte la elección de a de veras, es decir, la del actual Presidente de la República (mismo que empieza a extinguirse en el segundo en que pronuncia el nombre del sucesor)”. Pero ya, Carlos, dígame –insistió–, dígame el nombre de su candidato, y ojalá coincidamos”. Me di unos segundos para saborear mi respuesta y dije: “No se trata de nombres, sino de una condición inapelable: que quien sea el favorecido, no tenga un hermano o hermana que piense que sabe de cine o de televisión. La cinematografía, como expresión artística o actividad industrial, no aguanta después de lo sufrido estos 12 años, otro sexenio de ignorancia y corrupción”.
Di la espalda a mi interlocutor y me dirigí al interior del restaurante Lincoln, de Revillagigedo, donde se dio un encuentro maravilloso que me quitó el mal sabor de boca provocado por tan desagradable encuentro: presenté a Carlos Payán –director, no sé si de este diario o de su antecesor, el Unomásuno– con el maestro, pero corrijo, el Maestro Horacio Labastida quien, a partir de esa fecha y hasta días antes de su sentido fallecimiento, fue un colaborador fundamental de este diario.
Una vez más, todo lo hoy platicado, suplió a la anécdota central prevista para conversar en la presente columneta sobre la razón por la cual me vi en la necesidad de renunciar a la honrosa encomienda de representar los intereses de mi entidad natal ante las diversas instancias del gobierno federal. Cuando se las exponga, ustedes dirán si tuve razón o, a la manera del genial François Truffaut, hice gala de una exagerada “Piel suave.”
Twitter: @ortiztejeda