Hay tal alegría en la obra pictórica y gráfica de Roger von Gunten que saca brillo a los ojos que la miran. La suya es una de las páginas más coloridas y fieles a la belleza dentro de la pintura mexicana. El dato recurrente de que nació en Zúrich (1933) obliga al dictum de Chavela Vargas, de origen tica, de que los mexicanos nacen donde les da “la rechingada gana”. Hay una permanente poesía vegetal y erótica, un correr de flores y aguas en la desnudez del mundo que pareciera repetirse (¿acaso lo inigualable se repite alguna vez?). Su versión edénica y adánica de la naturaleza sensible ha sido durante 60 años su manera de dar las gracias a la patria elegida.
Su pertenencia a la Ruptura es una verdad, sí, pero también un lugar común que no le hace justicia. Participa del neo y el no figurativismo de esa generación victoriosa (Rojo, Cuevas, Felguérez, Fernando García Ponce, Lilia Carrillo, Echeverría, Gironella), pero a la larga su obra está más en familia con Francisco Toledo. Sin abusar de comparaciones entre dos artistas incomparables, ambos comparten la risa, maliciosa y quemante en Toledo, inocente y colorida en Von Gunten. Los dos a sus anchas en las selvas, los mares, los ríos y los cuerpos vivos. Pero mientras Toledo celebra fálicamente lo mítico y raigal, Von Gunten mitifica la realidad y las mujeres, naturalista y utópico a la vez.
Cabe imaginar el “descubrimiento” de olores, sabores, sonidos, figuras y colores mexicanos para un suizo-alemán ávido de cierto desorden tropical, equivalente al enamoramiento de la ruso-alemana Olga Costa (nacida Kostakowsky) al descubrir las frutas, los cuerpos y la fluidez desenfrenada del trópico mexicano. O bien del húngaro-alemán Gunther Gerszo, quien inventó para sí mismo un paisaje mexicano monumental e íntimo con colores que aún no tenían nombre.
El Museo Nacional de la Estampa expone actualmente una amplia serie de la gráfica (aguatinta, serigrafía, litografía y aguafuerte) que, dejando de lado los ricos recursos de la pintura, el óleo, el acrílico y los lienzos, transmite la misma fiesta de los sentidos, casi obsesivamente centrada en el cuerpo femenino sin ninguna restricción (y algún perico ocasional). Impúdico y elegante, ha hecho decir al crítico Santiago Espinosa de los Monteros (1999) que en su obra “no hay más desenlace posible que el del goce, del disfrute y de la lujuria desbocada que nos llega a los ojos”. Ante la actual muestra de Un camino recorrido, con gráfica que abarca de 1961 a 2016, Emilio Payán apunta que esta obra “es un sueño de justicia por la conservación de la naturaleza”.
El arte como jardinería, diría Jaime Moreno Villarreal, otro de sus brillantes comentaristas. Von Gunten invita a la poesía; es muy probable que se alimente de ella. Un camino recorrido exhibe sus trabajos con Homero Aridjis, José Emilio Pacheco y Coral Bracho, por ejemplo.
También escultórica, la obra de Von Gunten no es amorosa sino enamorada. De lo que ve y lo que toca, lo que irriga y cosecha, lo que penetra y lo invade, lo que sus ojos abiertos sueñan.
Su huella en las generaciones posteriores sobresale por palpable y abundante. Me vienen a la mente Armando Brito y Patricia Soriano, pero la heredad vongunteniana es muy amplia y de alguna manera “muy mexicana”, hasta nacionalista en algunos casos paradójicos.
Sin embargo, su universo es inconfundible. Cuesta trabajo hablar de “evolución”. Es como un niño que nace sabiendo y nunca deja de ser niño. Es como un camino sin comienzo ni final, que sólo sigue y sigue y sigue. Von Gunten pinta como se respira y porque sí.
Su vida como su obra se conserva en la escala de lo limpio y lo natural. Firme y progresista en sus opiniones, fiel a su compromiso con el mundo de lo bueno, lo sano y lo feraz con cierta dosis de magia chamánica, desde Tepoztlán no deja de poblarnos con su obra feliz. Y, otra vez, el paralelismo con Toledo y su Oaxaca.
Resulta natural la fascinación que ha ejercido siempre en los escritores (Juan García Ponce, Octavio Paz, Jomi García Ascot), pues de alguna manera su pintura es literaria. La buena envidia del poeta que no sabe dibujar, mucho menos pintar, pero así como abrazaría la música, se hipnotiza deleitosamente frente a los paisajes interminables de Roger von Gunten, un privilegio nacional.