Apreciada Directora:
El domingo leí en el periódico un artículo titulado “Once palabras”. Gracias a eso me agradó saber que hay personas que, tanto como yo, celebran el regreso de los niños a la escuela. Estoy de acuerdo también en que los profesores les expliquen a sus alumnos que el hecho de limitarlos en sus actividades es prueba de interés y no un castigo. En mis tiempos, la falta de interés o cualquier indisciplina se penaban con la prohibición de hablar o moverse durante algunos minutos y, con frecuencia, por el resto de la clase.
Eso no era todo. En aquella época la peor y más humillante de las sanciones para un mal alumno consistía en ponerle orejas de burro. Eran de cartulina. Las hacíamos en el salón, como si se tratara de cualquier otra manualidad. ¿Quién habrá elegido, como penitencia, pegarle a un niño las orejas de ese maravilloso animalito, que además de muy trabajador es inteligente y leal? Si alguien me lo hubiera dicho entonces me habría considerado como un privilegiado y no como un miserable, las muchas veces que lucí orejas de burro en mi salón. Fueron tantas que mis compañeros, maloras como es uno de chamaco, en vez de llamarme por mi nombre, Fermín, me apodaron Burrín.
II
Una vez leí, no recuerdo en dónde, que “infancia es destino”. Cierto. Lo sé por experiencia. El temor a ser mal visto o reprimido poco a poco me fue volviendo un muchachito callado, huidizo, muy poco participativo. Lo único que me interesaba era esconderme y que nadie me viera.
Ya de joven, en mis trabajos nunca sobresalí, me limité a cumplir bien con los encargos de mis jefes, pero siempre me hice a un lado de todo y de todos; como quien dice, me borré. La vida, que no perdona absolutamente nada –y menos la cobardía– se encargó de orillarme aún más. Y aquí me tiene: a punto de convertirme en un anciano, con mi pensioncita, ya sin posibilidades de nada. Acepto el don de la vida como por obligación y, sin impacientarme ni hacer ruido, sigo formado en la cola esperando el turno para irme.
Por lo que he dicho, se ve que no he podido quitarme las orejas de burro desde que me las pusieron por las faltas que cometía en clase: no haber hecho la tarea o hacerla mal, llevar el uniforme sucio o quedarme dormido a mitad de la clase. Me gustaba el estudio, pero el cansancio me vencía. Para un niño ir a la escuela después de trabajar es muy pesado.
III
Recuerdo que a mis compañeros les daba mucha risa verme chaparro, flaco, parado en un rincón luciendo orejas de burro. A lo mejor el verdadero motivo de sus burlas no era ése, sino mi defecto en el labio. La única a quien no le parecía nada gracioso verme castigado era una niña que se llamaba Azul. No era bonita, el uniforme no le favorecía y, sin embargo, en secreto, la adoraba. Se lo habría dicho, pero nunca tuve el valor de hacerlo y cuando al fin me animé ya fue muy tarde: sus padres la inscribieron en otra escuela. Entonces sí, para que vea, empezaron a molestarme, como si me quemaran, las orejas de burro. Lógico: en medio de las burlas y las risas me faltaba la tierna mirada de Azul. Nunca volví a verla ni supe en dónde vivía ni me atreví a preguntarle por ella a mis compañeros. Si lo hubiera hecho, ya podrá imaginarse las burlas.
Pensé de nuevo en todo eso porque, de casualidad, leí “Once palabras” y me di cuenta de que son suficientes para decirlo todo, hasta una vida. Ahora que a causa de la pandemia no puedo salir y me sobra tiempo, veré, nomás de ocioso, con cuántas podría contar la que he llevado. No ha sido emocionante ni variada, así que menos de once bastarán para contarla. Lo que diga no será interesante, pero me gustaría que Azul lo leyera.
IV
Desde que llegó la pandemia han pasado cosas muy inesperadas y sorprendentes; por eso no dudaría que Azul esté suscrita a este periódico y frecuente la Página del lector. Ante esa posibilidad firmaré esta carta con mi nombre y también con el apodo que me pusieron mis condiscípulos: Burrín.
En cuanto Azul la lea sabrá que soy yo, puede que le interese ponerse en contacto conmigo y llame al periódico para solicitar mis datos. Cuando la persona que conteste le diga que por confidencialidad esos informes no se le pueden dar a nadie, ella explicará –espero que lo haga– que fuimos compañeros de escuela y que necesita localizarme. Queda otra posibilidad: que Azul deje sus señas personales para que me las proporcionen en caso de que me comunique al periódico para agradecer que hayan tomado en cuenta mi mensaje.
Mis ocurrencias acerca de la forma en que Azul y yo podríamos rencontrarnos son absurdas. Podría ser todo muy fácil si no me hubiera vuelto tan tímido como para ser incapaz de confesarle al fin que la adoraba sólo porque no se reía cuando, muy solemne, la maestra Dorantes me castigaba poniéndome las orejas de burro.
V
Eso de que voy a buscar once palabras para resumir mi vida va en serio. Puede ser divertido y durante el tiempo que invierta en mi búsqueda me olvidaré de que vivo encerrado y con mucho temor. No pienso salir por nada del mundo, a menos que Azul me llamara y me dijera que necesita verme. Entonces, sin pensarlo ni un segundo, le propondría que nos reuniéramos en nuestra vieja escuela. De milagro aún existe, aunque muy cambiada.
Las veces que de casualidad pasé por allí me detuve a mirarla de lejos. En varias ocasiones sentí la tentación de acercarme a pedir permiso para entrar. Como imaginé que mi petición iba a despertar las sospechas del conserje y preguntaría el motivo de mi interés, preparé una respuesta: “Quiero revivir el tiempo que pasé en esta escuela, donde tuve una compañera a la que aprecié mucho, más que a nadie”. Al recordar la contestación (que por cierto nunca he dicho) me di cuenta de una cosa: once palabras serán demasiadas para contar mi vida. Me bastará con una: Azul.
Sin más por el momento y muy agradecido por la atención que conceda a estas líneas, se despide su servidor Fermín Olvera Tolentino, alias Burrín.