El Talibán observó el 20 aniversario del 11-S de manera sorprendente. En el curso de una semana después del anuncio de Estados Unidos de que retiraría sus fuerzas de Afganistán el 11 de septiembre, el grupo había capturado vastas zonas del país, y el 15 de agosto cayó la ciudad de Kabul. La velocidad fue asombrosa, con notable visión estratégica: una ocupación de 20 años terminó en una semana, al desintegrarse los ejércitos títeres. El presidente títere se subió a un helicóptero rumbo a Uzbekistán y luego a un jet a Emiratos Árabes Unidos. Fue un golpe enorme al imperio estadunidense y sus estados subordinados. Ninguna cantidad de subterfugios puede cubrir esta debacle.
Poco más de un año antes de los ataques del 11-S, Chalmers Johnson, historiador de la costa oeste de Estados Unidos y alguna vez partidario de las guerras de Corea y Vietnam, además de consultor de la CIA, publicó un libro profético titulado Blowback: The Costs and Consequences of American Empire ( Contragolpe: los costos y consecuencias del imperio estadunidense).
El Gran Decididor
El libro, que fue virtualmente ignorado cuando se publicó, pero luego se volvió un bestseller, se lee a la vez como un prólogo inquietante y un mordaz epitafio para los 20 años pasados. “Contragolpe”, advirtió Johnson, “es una forma abreviada de decir que una nación cosecha lo que siembra, aun si no sabe o no entiende del todo lo que ha sembrado. Dados su riqueza y poder, Estados Unidos será, en el futuro previsible, un receptor primario de todas las formas de repercusión que serían de esperarse, en particular ataques terroristas contra estadunidenses dentro y fuera de las fuerzas armadas en cualquier lugar de la Tierra, incluso en Estados Unidos”.
Veinticuatro horas después de que ese golpe dejó mudo al planeta, el 11-S, y fluían mensajes de simpatía de todas las capitales –incluso La Habana–, Donald Rumsfeld, el criminal de guerra fallecido hace poco, declaró en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad (CNS) que los estados recalcitrantes, hubiesen participado o no en los atentados, deberían pagar el precio. En consecuencia, sugirió: “¿Por qué no deberíamos ir contra Irak, no sólo contra Al Qaeda?” Al día siguiente, Paul Wolfowitz, el número 2 en el Departamento de Defensa, amplificó este mensaje al llamar a una “campaña amplia y sostenida”, que incluiría “acabar con estados que patrocinan el terrorismo”. En el curso de una semana, el Gran Decididor mismo, George W. Bush, había dado la luz verde a una guerra abierta: “Vamos a darles duro. Queremos dar la señal de que esto es un cambio respecto del pasado. Queremos que otras naciones, como Siria e Irán, cambien su visión”.
Y entonces entraron en escena los miniones de siempre. Entrevistado por David Remnick en The New York Times, Dennis Ross, director por parte de Estados Unidos del “proceso de paz” palestino-israelí, fue insistente: “No podemos hacer simplemente lo mismo: bombardear unos cuantos objetivos, si resulta que fue Obama Bin Laden. Si respondemos de la misma manera, nada cambiará”. Para no quedarse atrás, el neoconservador Charles Krauthammer defendió la invasión de Afganistán dos semanas después en su columna del Washington Post: “Estamos combatiendo porque los malditos mataron a 5 mil (sic) de nuestra gente y, si no los matamos, van a matarnos de nuevo. Esta es una guerra de venganza y contención… La charla de liberación debe ser, por tanto, para el consumo extranjero”.
De manera notable, entre esos “malditos” y “enemigos” no figuraban Arabia Saudita y Egipto, los dos países de los que habían partido la mayoría de los terroristas del 11-S. Durante años, sauditas acaudalados habían aportado “terreno fértil de recaudación de fondos” para Al Qaeda, según nada menos que el Informe de la Comisión del 11-S. En algunos casos habían crecido con Bin Laden, cuyo padre era visitante asiduo a sus palacios y había fundado la empresa constructora que edificó algunos de ellos. Durante una de las primeras discusiones del CNS se consideró un ataque a Irak, pero Bush, Rumsfeld y Dick Cheney optaron al final por una cruda guerra de venganza contra Afganistán, donde Bin Laden y otros líderes de Al Qaeda se hospedaban por cortesía del gobierno del Talibán, que a su vez había sido instalado en el poder por maniobras del ejército paquistaní con aprobación de Estados Unidos en 1994, varios años después de que la Unión Soviética retiró sus tropas.
El Talibán estaba más que preparado para entregar a sus huéspedes a Estados Unidos, pero necesitaba algo con qué cubrirse y solicitó cortésmente alguna prueba del involucramiento de Al Qaeda. La Casa Blanca no estaba de humor para delicadezas legales. Se concedió una leve pausa para permitir que Pakistán retirara a su personal militar de Afganistán. La operación Libertad Duradera comenzó en octubre 2001. El Talibán, por consejo militar de los paquistaníes, montó una resistencia irrisoria. Al final se informó que su líder tuerto, el mulá Omar, salió huyendo de un pueblo del centro del país en una motocicleta, como Steve McQueen en El gran escape. Cuando las tropas estadunidenses finalmente llegaron al escondite de Al Qaeda en las cuevas de Tora Bora, los líderes habían volado. Tanto Omar como Bin Laden, junto con sus colaboradores, encontraron refugio en Pakistán, donde los jefes militares aconsejaron al Talibán esperar su momento. Estados Unidos y todos sus aliados de la OTAN, así como Rusia y China (buenos amigos en ese tiempo), respaldaron la guerra y la ocupación de Afganistán… los rusos, sin duda, con un elemento de regocijo interior.
Veinte años después, el saldo gris y sangriento de “no responder de la misma forma” habla por sí mismo. Seis guerras, millones de muertos, billones de dólares desperdiciados y una peste de sufrimiento y trauma infligida sobre el mundo musulmán, la cual aceleró una oleada de refugiados que ha creado pánico en la Unión Europea y originado un enorme incremento de votos para los partidos de extrema derecha, lo que a su vez ha empujado más a la derecha a un centro político ya extremo. La islamofobia, promovida por políticos de todos los signos en Occidente, está ahora incrustada en la cultura occidental.
“¡Oh, que nunca más la rabia de un amo extranjero /maldiga con daños, aunque sean legales, una edad futura!”, escribió Alexander Pope al despuntar el siglo XVIII. Trescientos años después, el amo extranjero ha retirado sus fuerzas, admitiendo la derrota, con plena conciencia de que el Talibán pronto volvería al poder. La guerra ha sido una enorme catástrofe política y militar para Estados Unidos y sus secuaces de la OTAN. La “libertad” no duró. El Talibán, que controlaba tres cuartas partes del país al principio de la invasión estadunidense, ahora controla todo.
La historia sólo ayuda modestamente para anticipar lo que viene a continuación. Después del retiro soviético, en 1989, un débil régimen favorable a Moscú logró sostenerse en Kabul algunos años antes de ser derrocado, con apoyo estadunidense, y remplazado por facciones de muyahidines peleadas entre sí. En 1994, Estados Unidos dio luz verde a una intervención del Talibán dirigida por Pakistán. Dos años después, el Talibán capturó Kabul.
La diferencia hoy es que no hay un enemigo armado de la guerra fría en lo que a Estados Unidos concierne. El Talibán, alguna vez amigo de Washington, luego enemigo, desea ahora recuperar la amistad. Después de todo, los dos han estado conversando durante más de una década.
“Comprar tiempo”
Entre tanto, en julio, una delegación del Talibán visitó China para jurar que nunca más se volverá a usar suelo afgano como base para atacar a esa nación y, sin duda, para negociar futuros planes de comercio e inversión. No lo duden, Pekín remplazará a Washington como la principal influencia extranjera en Afganistán. Puesto que China tiene buenas relaciones con Irán, podemos esperar que eso desaliente rivalidades entre la minoría hazara y la mayoría pastún que pudieran conducir a un derramamiento de sangre. Rusia, por su parte, utilizará su influencia con las otras minorías para evitar una guerra civil como la que sobrevino tras el retiro de los soviéticos. Ninguna potencia extranjera parece querer ahora una repetición de ella. Estados Unidos prefiere ejercer control directo vía drones y bombarderos, como hizo un día después de confirmar el retiro de Afganistán –a fin de “comprar tiempo” para el gobierno afgano, se nos informó–, y por lo menos dos veces desde los letales ataques del Isis-K en el aeropuerto.
Dado que el Talibán ha tomado como residencia el palacio presidencial en Kabul, lo que Estados Unidos debe hacer, junto con sus aliados de la OTAN, es garantizar refugio y seguridad a todos los afganos que quieran salir del país: una mínima reparación por una guerra innecesaria. Fuera de eso, debe dejar al país en paz. El cambio verdadero sólo puede venir desde el interior de Afganistán. Tomará tiempo, pero es mejor que una invasión por una potencia extranjera. Es demasiado pronto para decir cómo se logrará esto; nos daremos una mejor idea en seis meses.
El 15 de febrero de 2003, sabiendo lo que vendría después y sin hacerse muchas ilusiones acerca de sus líderes, cerca de 14 millones de personas marcharon en los siete continentes contra la inminente guerra en Irak. Las sanciones ya habían baldado al país y conducido a la muerte a cientos de miles de niños (tantos como medio millón, según un análisis de The Lancet en 1995), precio que Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton, había dicho que “valió la pena pagar”. Las mayores manifestaciones fueron en Roma (2.5 millones), Madrid (1.5 millones) y Londres (1.5 millones), en tanto cientos de miles más participaron en Nueva York y Los Ángeles, junto con enormes multitudes en la mayoría de las capitales estadunidenses.
“Nuestros” crímenes de guerra
La mayor congregación por la paz jamás vista en la historia mundial fue ignorada por Bush, el primer ministro británico Tony Blair y sus secuaces. Irak fue pulverizado y su gobernante sometido a un linchamiento judicial. Soldados estadunidenses (hombres y mujeres) torturaron a gran cantidad de prisioneros y se difundieron triunfales fotografías de violaciones sexuales. Para muchos, ese era el rostro de la civilización occidental. Por lo menos medio millón de iraquíes murieron en la guerra. Los museos de Bagdad fueron saqueados, y la infraestructura social del país fue devastada por los bombardeos. Fueron crímenes de guerra, pero eran “nuestros” crímenes de guerra, así que fueron pasados por alto, sin tener en cuenta los juicios de Nuremberg después de la Segunda Guerra Mundial. En la Guerra al Terror, siempre es temporada de caza: disparar a matar, sin necesidad de juicios, y la prisión es indefinida. Los valores legales y morales (“nuestra forma de vida”) dejaron de existir. Municiones de uranio empobrecido fueron desplegadas en Irak y más tarde en Siria.
Ya desde antes de la guerra, por supuesto, Estados Unidos había jugado a su antojo con las normas legales internacionales. Las sanciones a Irak –impuestas en 1990, poco antes de la Guerra del Golfo de Bush I, y vigentes hasta la invasión de Bush II– constituyeron un crimen de guerra en sí mismas. El blanco era la población civil; el objetivo era incitar un levantamiento popular espontáneo. Un empleado del gobierno británico, Carne Ross, prestó testimonio ante un comité selecto del parlamento y admitió:
“El peso de la evidencia indica con claridad que las sanciones causaron enorme sufrimiento humano entre iraquíes ordinarios, en particular niños. Nosotros, los gobiernos de EU y GB, fuimos los maquinadores y perpetradores de las sanciones, y estábamos bien conscientes de la evidencia en su momento, pero en gran medida la pasamos por alto y culpamos al gobierno de Saddam Hussein…”
La verdadera historia cala hondo en la memoria de un pueblo, pero siempre es un obstáculo para los tejedores de fantasías imperiales. Ahora hay un consenso casi universal de que la ocupación occidental de Irak fue un desastre sin remedio, en primer lugar, para el pueblo de Irak, y en segundo para los soldados enviados por políticos sinvergüenzas a morir en una tierra extranjera. La gramática del engaño utilizada por Bush, Blair y diversos apologistas neoconservadores y neoliberales para justificar la guerra ha perdido toda credibilidad. Pese a los “periodistas incrustados” y a la interminable propaganda, las sangrientas imágenes se niegan a irse; el retiro inmediato de todas las tropas extranjeras era la única solución significativa. Mientras supuestamente Estados Unidos se ha retirado, sus aviones se usan en ocasiones para bombardear el país: un macabro recordatorio de que, si el gobierno iraquí se porta mal, sobrevendrá el castigo.
Libia, pese a su vasta riqueza petrolera, fue otra historia, pero con su propio final siniestro. A diferencia de los líderes de Irak y del partido Baaz sirio, Muammar Kadafi había rehuido construir una infraestructura social apropiada, lo que habría contribuido mucho a disolver las lealtades tribales. Había renunciado a su programa nuclear a cambio del reconocimiento occidental y fue agasajado en capitales occidentales. Su hijo se doctoró en la Escuela de Economía de Londres –pese a acusaciones de plagio–, después de lo cual la escuela recibió un generoso donativo. También se informó que había aportado fondos para la campaña presidencial de Nicolas Sarkozy en Francia.
Los vicios, excentricidades y fallas más serias de Kadafi se pusieron de manifiesto en febrero de 2011, durante un levantamiento vinculado a la primavera árabe. Creyó que sus nuevos amigos de Occidente lo respaldarían. Ocurrió lo contrario: habían decidido deshacerse de él, y la oportunidad se presentó sola. Pero la historia contada por los humanitarios militares para justificar la intervención estadunidense –que Kadafi era proclive a masacrar a su gente– se basaba en gran parte en el reporte de Al Jazeera de que la fuerza aérea libia ametrallaba a manifestantes. Esto resultó ser una ficción, de acuerdo con un testimonio del secretario de la Defensa Robert Gates y el almirante Michael Mullen en el Congreso. Tampoco hubo matanzas indiscriminadas en gran escala en las ciudades de Misurata, Zawiya y Ajdabiya cuando las fuerzas del gobierno las retomaron. La advertencia de Kadafi, el 17 de marzo, de que sus fuerzas “no tendrían piedad”, se refería explícitamente a los rebeldes armados en Bengazi, pero ofreció amnistía y una ruta de escape a Egipto a quienes depusieran las armas. Aunque su régimen fue brutal, hay escasa evidencia de que los bombardeos de la OTAN hayan evitado un “genocidio” u “otra Ruanda” o, como expresó el presidente Obama, “una masacre que habría reverberado en toda la región y manchado la conciencia del mundo”.
De manera nada sorprendente, nunca hubo un recuento confiable de los civiles muertos durante la campaña de bombardeos, que duró seis meses. El cálculo más conservador ubica el número total de decesos –civiles, rebeldes, combatientes de Kadafi– en alrededor de 8 mil. Pero un académico de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Londres, que fue asesor de la oficina del exterior, calculó la cifra entre 20 mil y 30 mil personas. Los aviones de la OTAN no protegieron a civiles cuando atacaban a las fuerzas de Kadafi. El dictador fue capturado, torturado y linchado. Siempre sensible, Hillary Clinton comentó: “Fuimos, vimos, murió”. Lástima. En otras circunstancias, Kadafi podría haber contribuido a la Fundación Clinton.
Después del colapso de un absurdo gobierno neoliberal proempresarial –encabezado en un principio por un exiliado libio en Alabama–, la Libia después de Kadafi fue capturada por una endeble coalición de milicias islamitas, incluso las vinculadas a Al Qaeda. Como en Irak, el Estado se había derrumbado y sobrevino una guerra civil. Los africanos negros fueron expulsados en grandes números y devueltos a sus países. La capital de Malí, Timbuctú, y gran parte del Sahel fueron capturados por “milicias de refugiados”. Los franceses enviaron tropas.
¿Dónde será el próximo golpe?
Entre tanto, hubo más ataques terroristas: en Londres, en París, en Mumbai, en Islamabad. La Guerra al Terror había fallado en todos los niveles, tanto dentro como fuera del país. Mientras los militares estadunidenses se abrían paso a bombazos y ataques de drones en tierras extranjeras, sus gobiernos se ocupaban en lanzar una guerra contra las libertades civiles dentro de su territorio. De Guantánamo a las Unidades de Manejo de Comunicaciones de máxima seguridad en las prisiones del país, de programas secretos de vigilancia al veto a musulmanes de Trump, Estados Unidos ha perseguido y atacado a sus residentes musulmanes. Al otro lado del océano, Gran Bretaña lanzó su propio régimen expansivo “antiterror”, que incluye un programa de detención indefinida en su prisión de seguridad del Estado, Belmarsh, donde por lo menos un prisionero enloqueció y fue transferido a Broadmoor, un hospital siquiátrico de alta seguridad.
Ciudadanos que han revelado los crímenes en Irak y en otras partes han sido castigados con severidad. Chelsea Manning fue perdonada, pero Edward Snowden, quien expuso hasta dónde llega la vigilancia que realiza la Agencia de Seguridad Nacional, tuvo que huir del país. Y Julian Assange permanece en la prisión de Belmarsh, preguntándose si el sistema judicial británico lo enviará para ser sepultado en una prisión de seguridad de Estados Unidos sobre la base de un peligroso cargo de violar la Ley de Espionaje, que sentaría un precedente.
Tres meses después de la caída de Bagdad, en 2003, el primer ministro israelí Ariel Sharon dio un discurso en la Casa Blanca en el que felicitó a Bush por la “impresionante victoria”, pero lo llamó a no detenerse. Había que marchar sobre Damasco y Teherán: “Debe quedar claro… que sus actos malignos no pueden continuar”.
Esas dos capitales se mantienen a salvo, pero Siria está desgarrada e Irán está sujeto a sanciones. ¿Dónde será el próximo golpe de la libertad y la democracia?
* Tariq Ali es editor de New Left Review. Su libro más reciente, The Forty Year War in Afghanistan: A Chronicle Foretold, será publicado por Verso en noviembre de 2021.
Publicado originalmente en The Nation y ofrecido a La Jornada por el autor.
Traducción: Jorge Anaya