El Estado no es algo ni alguien. Es una relación. Por medio de ella, el derecho a mandar de una persona es independiente de quien manda. Obedece a dos formas despersonalizadas: la legitimidad y la continuidad. Por eso, cuando hablamos de Estado, lo asociamos con lo que perdura y que no es, desde luego, como escuché decir hace poco a un “intelectual”, la bandera y la selección de futbol. Un Estado legítimo encarna una fuerza social que le excede y a quien busca representar. Esa fuerza es soberana y es el espacio que se constituye con sus decisiones. Por eso no es lo mismo “estar contra el Estado” del fraude electoral que con uno que surge de una amplia votación. O, en el colmo, haber justificado la existencia del Estado del Partido Único y ahora no concederle ni un logro democrático a los gobiernos de la 4T.
Retomo estas definiciones porque veo en el centro de las recientes alianzas de la oposición mexicana con sus contrapartes extranjeras un malestar con la soberanía del poder que ahora nos gobierna. Lo que alguna vez Kierkegaard llamó “la enérgica pasión por lo general” –la soberanía– le parece ajeno a quienes se creyeron el cuento neoliberal de que el Estado era ineficiente y coartaba las “libertades”, sobre todo las del mercado. Afuera, con Vox o la OEA, pueden hacer como que la soberanía no existe y decirse libertadores de América y España. Que ahora las instituciones –el resultado de la despersonalización– puedan invocar el interés general y nacional sobre las ambiciones particulares, les parece un atentado a las libertades. La 4T tiene la legitimidad que le faltó a los gobiernos anteriores, emanados de fraudes electorales y acuerdos cupulares, bajo los cuales las autoridades sólo podían unirse al jubiloso saqueo. Desplazados del estado de cosas anterior y sin intención alguna de colaborar al surgimiento de un nuevo régimen, los opositores ven en el exterior el arma ideal para sobrepasar la soberanía popular. No importa si son organismos de Estados Unidos a los que se confunde con “la verdadera democracia” y su vigilancia o los asentados en España, aunque sean antiderechos, antivacunas, antiinmigrantes. De un lado, la exportación de la democracia bipartidista, sostenida sobre la mercadotecnia despolitizadora de las corporaciones globales. Del otro, una supuesta hispanidad católica, imperial, unificadora y habitante de una imposible “iberósfera”, es decir, de las antiguas colonias de ultramar. Ambas agarraderas trasnacionales se basan en la creencia de que la “civilización” es una escalera en cuya cúspide se encuentran los siempre emulables “occidentales”, sin importar que sus éxitos hayan sido a costa de la esclavitud del resto del mundo. Lo que interesa es saltarse la soberanía que utiliza su mandato mayoritario para definir hasta dónde llegan sus decisiones: el interés general que, como se sabe por Rousseau, no es una suma de intereses particulares, sino el paisaje y su horizonte.
En el discurso anti-Estado hay una confusión más. Es la idea de que el poder es coerción y no su contrario. Cuando se utiliza la fuerza es cuando existe el menor poder posible y se carece de legitimidad. En nuestro caso, el ejemplo es la “guerra contra el crimen organizado” de Felipe Calderón o la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, de Peña Nieto. El poder no es forzar a que los otros hagan lo que yo digo contra su voluntad, sino lo opuesto: que desde la libertad, se apruebe, se consienta, se apoye. Cuando se usa la fuerza no hay expresión del poder sino de su fracaso. Por tanto, la relación a la que llamamos Estado es material en lo que respecta, por ejemplo, a la infraestructura, la educación o la salud, y es simbólica en lo que de moral tiene el apoyar una narración de nuestro valor como república. A diferencia de la violencia, el poder inscribe a los demás en un horizonte de sentido: hacia dónde y para qué se convierte en parte de la acción y de las conciencias, de las creaciones y las disciplinas del cuerpo. No existe por eso un “contrapoder” que no esté dentro de la intermediación del poder. No hay afuera.
La idea de que “el poder es maligno, no importa quien lo ejerza”, fue una conclusión del historiador del renacimiento Jacob Burckhart que resuena junto con otras invenciones del romanticismo alemán, como “el genio” o el aislamiento del intelectual, el niño o la comunidad apartada donde habita la pureza. El poder que opera desde la libertad, por ejemplo, cuando estamos convencidos de que elegimos una identidad como destino, es no sólo una servidumbre voluntaria, sino deseosa. Ahí donde creemos que no hay poder es donde está mejor afianzado. Porque el poder no lo tiene alguien o algo, sino que surge cuando actuamos juntos; no existe sin libertad o elección, aunque sea la del esclavo: someterse o morir.
Vuelvo sobre el asunto de que el Estado es siempre maligno. Como toda relación puede serlo, si es coercitiva, violenta, excluyente y represiva. Más que desde la derecha, esta experiencia histórica es de la izquierda, de sus movimientos sociales, sindicales, indigenistas. Pero, como escribe Slavoj Žižek: “La mayoría del pensamiento izquierdista se quedó atrapado en el oposicionismo: adopta como autoevidente la idea de que la verdadera política sólo es posible a distancia del Estado y sus aparatos. Desde ese punto de vista, el triunfo de los bolcheviques en 1917 sería sólo una autotraición”. Como lo veo, la transformación del presente mexicano es rehacer el Estado bajo otra soberanía. No de la nación, sino de la república.