Rusia y Bielorrusia, dos de los países eslavos de la antigua Unión Soviética –el tercero, Ucrania, parece haberse distanciado para siempre, a menos que asimile como irreversible la pérdida de Crimea–, dieron un paso más hacia su integración económica, aún muy distante la política.
Hace 24 años, el entonces presidente de Rusia, Boris Yeltsin, y el inamovible mandatario de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, firmaron el Tratado de la Unión, que hace tiempo que debió concretarse en confederación, como meta más realista, o federación, como variante más ambiciosa, entre el gigante euroasiático y un pequeño país que tiene menos habitantes que la ciudad de Moscú.
Desde entonces, siguen sopesando los beneficios y los inconvenientes, Lukashenko ha venido a Rusia más de 100 veces (cinco tan sólo este año) y lo que hoy se tiene –para decirlo sin ambages– es una estructura supranacional que existe más en el papel que en la realidad.
Durante el viaje más reciente de Lukashenko, el jueves anterior, los presidentes anunciaron que dieron su visto bueno a los 28 programas que acordaron instrumentar hace unos años para unificar políticas en diferentes aspectos de sus economías, pero llegaron a la conclusión de que todavía no hay condiciones para introducir una moneda común, aunque Lukashenko dijo que era inminente en… 2004. Los aspectos políticos de la unión ni se tocaron, igual que lo relativo a seguridad y defensa, más allá de continuar realizando maniobras militares conjuntas.
Habilidoso, Lukashenko rechazó la propuesta de Putin de firmar ya dichos programas, es decir, antes de las elecciones legislativas en Rusia, que son dentro de ocho días, y se encargó de poner fecha a la ceremonia, el 4 de noviembre siguiente, una vez que se hagan efectivas las recomendaciones de los respectivos gobiernos.
Tener de aliado a Lukashenko sale algo caro: esta vez se llevó de Moscú 640 millones de dólares en créditos y, más importante, hasta que finalice 2022 seguirá pagando 128 dólares con 50 centavos por mil metros cúbicos de gas natural ruso, mientras en la bolsa el combustible azul para Europa se cotiza a 700 dólares por esa cantidad, todo un regalo a un gobernante cuya promesa de irse apenas reforme la Constitución bielorrusa, escuchada tantas veces, el Kremlin espera que se cumpla pronto.