Por diversas razones, las fuerzas armadas de México tienen una condición singular en el mundo y tal vez única en América Latina: desde la Segunda Guerra Mundial, el país no ha enfrentado una amenaza bélica relevante y cada vez es menos probable que la enfrente: carece de ambiciones expansionistas y no tiene conflictos por reivindicaciones territoriales ni rivalidades geoestratégicas con una nación vecina. Las asimetrías con los tres países fronterizos (Estados Unidos, Guatemala y Belice) son tan abismales en un sentido o en otro que puede darse por descartada una guerra convencional con cualquiera de ellos; los procesos de integración económica con el norte hacen impensable para ambas partes un conflicto bélico, y si éste surgiera simplemente no podríamos hacer frente a una agresión bélica estadunidense anteponiéndole un aparato militar convencional; no hay en el horizonte a largo plazo razones para un estallido de hostilidades en nuestra frontera sureste. En tales condiciones, el único factor externo capaz de amenazar la integridad territorial del país es la delincuencia internacional, y tanto el Ejército como la Marina y la Fuerza Aérea de México tienen sobrada capacidad para hacerle frente. Otro tanto puede decirse de la seguridad interior, que es la salvaguarda de las instalaciones estratégicas y también, desde luego, del auxilio a la población en casos de desastre, como el que se ha visto en días recientes en el marco de las inundaciones en Hidalgo.
A esa peculiaridad debe agregarse otra, no menos importante: la subordinación histórica y sin excepciones de los militares al poder civil. A diferencia de lo ocurrido en otras naciones del subcontinente, en México no han ocurrido golpes de Estado desde que el ejército porfirista (Ejército federal) fue definitivamente derrotado tras el cuartelazo de Victoriano Huerta y remplazado por el actual (Ejército Mexicano), que tiene su origen en las tropas constitucionalistas, a las que se agregaron elementos del villismo y hasta del zapatismo. Es, pues, un instituto castrense surgido del pueblo en armas que se ha supeditado en todo momento a las órdenes de su comandante en jefe: el Presidente de la República.
En esta subordinación ha residido la virtud de las fuerzas armadas, pero también su tragedia, pues han sido involucradas desde la cúspide del poder político en episodios tan sombríos como la participación del extinto Estado Mayor Presidencial en la represión de 1968, la guerra sucia de los años 70 y 80 del siglo pasado (Echeverría y López Portillo), la contrainsurgencia en Chiapas (Zedillo) y la infame “guerra contra el narcotráfico” (Calderón y Peña Nieto). “Ustedes resuelvan el problema y no se preocupen por los derechos humanos; de eso nos encargamos nosotros”, solía ser la siniestra instrucción de los gobernantes civiles a los uniformados.
En 2018 el gobierno de la Cuarta Transformación se enfrentó a varios problemas acuciantes y críticos: por un lado, las gravísimas inseguridad y violencia dejadas por el neoliberalismo; por otro, la carencia de un cuerpo policial capacitado y suficiente; además, la fractura entre la sociedad civil y el estamento militar, provocada por la estúpida “guerra” iniciada por Calderón y continuada por Peña; y por si algo faltara, la ausencia de un aparato honesto y disciplinado para gobernar.
Devolver a los militares a sus cuarteles era, en tales condiciones, un absurdo, cuando resultaba urgente formar una nueva policía y las únicas instituciones capaces de acometer la tarea eran las fuerzas armadas, y otro tanto puede decirse de la ejecución de los programas prioritarios de infraestructura. “Las grandes obras de interés colectivo deberán ser ejecutadas por los soldados. Es un medio prodigioso para activar las regiones inertes, para dar a conocer a un mayor número de ciudadanos las realidades del país”, escribió Frantz Fanon en un pasaje de Los condenados de la tierra (gracias, tuitero Gustavo Arturo, @gartstell, por lo oportuno de la cita).
Asignar tareas civiles a los militares no ha significado entregarles poder político sino, simplemente, hacerlos partícipes de ese ámbito y llevarlos a interactuar con la población y la economía en general. No se militariza la sociedad: se socializa a los militares. Una parte de los críticos querría ver a los uniformados encerrados en sus cuarteles. Otra, vergonzante, lamenta en voz baja que ya no les sean asignadas “misiones” contra la población civil como la contrainsurgencia en Chiapas, la ofensiva contra los civiles en Ciudad Juárez y las ejecuciones extrajudiciales en Tlatlaya.
Lo más importante, la GN fue concebida desde su origen no como un instrumento represivo contra la población, sino como una herramienta de construcción de la paz y la seguridad ciudadana. Hay y habrá abusos y aberraciones, desde luego, pero se sancionan, y poco a poco el temor de los civiles ante los uniformados se convierte en confianza, y eso es un gran logro de la transformación en curso.
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