Entre las reglas que más he respetado a lo largo de mi carrera de escritor está aquella que manda alejarse de los acontecimientos y de los personajes. Nunca tomar partido. Quizás los asomos de fracaso que uno encuentra en la novela de denuncia que se escribió en América Latina en la primera mitad del siglo, está precisamente en que esa denuncia, demasiado obvia, llega hasta la imprecación discursiva. Novela militante, novela de tesis. Novela de partido.
Es por eso que el lector siente que, por ejemplo, en El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, sobran muchas páginas dedicadas al discurso de protesta, que se hallaría mejor fuera de la trama que se intenta llevar adelante, y a la que más bien pone plomo en las alas. O cuando un gran poeta como César Vallejo se queda en el panfleto cuando intenta la novela El tungsteno, y se aleja de la riqueza verbal y del misterio de puertas secretas de sus poemas.
La intención deliberada de que la obra de ficción funcione como vehículo de propaganda política resulta condenada de antemano, porque la novela es el instrumento menos adecuado para esa tarea que se convierte en patética. La ahoga la obviedad, que es enemiga mortal de la complejidad, y el discurso narrativo arriesga a volverse infantil, por su simpleza didáctica, como la que pretendía el realismo socialista.
La neutralidad que el novelista busca para no perder las puertas de acceso a la complejidad de sus personajes, en los que campean las contradicciones que son propias de la condición humana, nada tiene que ver con su posición ética, que se convierte en una especie de piloto automático que debe estar siempre presente página tras página, haciéndose invisible en la textura de la narración.
En Humillados y ofendidos, de Dostoievski, no hay una sola palabra de denuncia, y es una novela reveladora como pocas del poder que en la escritura llega a tener la injusticia, tan contraria a la bondad. Pero en una novela de verdad los buenos nunca son de una sola pieza, ni los malos tampoco.
Me planteo esas reflexiones frente a mi última novela, que está ahora llegando a las librerías, Tongolele no sabía bailar, la tercera de un ciclo al que pertenecen El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, que tienen como personaje al inspector Dolores Morales. No voy a referirme a ellas como novelas policiacas o novelas negras, que en un sentido lo son, sino como novelas que exploran la realidad inmediata de Nicaragua; y, en este otro sentido, son también novelas realistas.
Cuando hablo de tomar distancia incluyo la inmediatez de los escenarios, porque es más fácil mal comprometerse con aquellos que son más cercanos en el tiempo, o son contemporáneos. En la medida que los hechos se alejan más hacia el pasado pueden juzgarse con menos pasión y con menos riesgos de tomar partido.
Pero hay ocasiones en que vale la pena asumir los riesgos y acercarse al fuego sabiendo que se puede resultar quemado. En esta novela las circunstancias ponen al inspector Morales dentro de los acontecimientos que se desarrollan en Nicaragua a partir de abril de 2018, hace apenas tres años, cuando se inicia una despiadada represión que deja como saldo la muerte de más de 400 víctimas, jóvenes y adolescentes en su inmensa mayoría.
Pero no se trata de denunciar en la novela estos hechos que están suficientemente denunciados, sino de meter al inspector Morales y demás personajes en el entramado de la represión, como si se movieran en una escenografía aún sin terminar; la historia verdadera sobre la cual se monta la novela aún sigue en movimiento y le espera su desenlace.
Y esto es parte del reto del novelista. Introducirse en un escenario inacabado, como está obligado a hacerlo un cronista de hechos reales que no puede sentarse a esperar que éstos se alejen en el tiempo para tomar distancia de ellos. En ese sentido Tongolele no sabía bailar es también una crónica de hechos convertidos en episodios narrativos: los francotiradores cazando muchachos con rifles Dragunov desde el techo de un estadio de beisbol; el incendio de una fábrica de colchones que era también vivienda de la familia propietaria, y donde todos, adultos y niños, murieron entre las llamas; el asalto de los paramilitares a la iglesia de la Divina Misericordia en Managua, con más muertos.
Tongolele es el apodo del jefe de sicarios al que se enfrenta el inspector Morales. Le dicen así porque el mechón blanco de su pelo recuerda al de la bailarina del cine cabaretero mexicano. Igual que el inspector Morales, fue combatiente guerrillero en la lucha para derrocar a la tiranía de Somoza; pero ahora sus caminos se han separado y deben enfrentarse, subidos a ese escenario donde la historia aún no ha dicho la última palabra, y no se sabe si al fin terminarán triunfando los buenos, o seguirán reinando los malos.
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