Un gran monumento francés acaba de desaparecer: Jean-Paul Belmondo, el actor más popular y más querido por los franceses, murió en su residencia de París a los 88 años. La emoción provocada en todo el país es tal que se podría correr el riesgo de decir sin exagerar que Francia entera llora. Y, sin embargo, el verbo llorar no es el más adecuado, pues esta palabra es todo lo contrario de la imagen, el carácter y la vida de este actor excepcional, de quien una de sus principales cualidades fue la sonrisa que ofreció siempre y en todas circunstancias al público que lo adoraba como a un ídolo. Al extremo de que la gente decía, cuando iba al cine, que iba a ver “un Belmondo”, olvidando citar el nombre del realizador de la película, incluso si éste era tan célebre como Godard o Melville, ya que su deseo era, en primer lugar, ver un Belmondo. Este hombre atraía tanto la simpatía como la admiración. Poseía eso que a veces se llama el carisma. Un fenómeno misterioso, casi mágico, gracias al cual algunos seres suscitan la benevolencia y despiertan el deseo de compartir un buen momento con ellos. Belmondo tenía este poder. Así, incluso el día de su fallecimiento, no se escucharon por todas partes sino agradecimientos por su generosidad, su buen humor, su audacia, sus fenomenales agallas, sus risas y su sonrisa. Su descaro de muchacho travieso.
La lista de sus filmes es demasiado larga para citarla. Basta recordar que habrá sido capaz de representar el primer papel en À bout de souffle (Sin aliento), la película de Jean-Luc Godard que debía crear una revolución cinematográfica y lanzar la Nueva Ola del cine, y esto cuando ambos eran, Belmondo y Godard, debutantes desconocidos. Después, el actor representó papeles tan diferentes como los de un sacerdote en el filme de Melville, Léon Morin, prêtre, o el de un policía, o de un canalla, en la película Flic ou voyou (Impongo mi ley a sangre y fuego), sin olvidar todos las películas donde era capaz de correr riesgos mortales y daba rienda suelta a su audacia en escenas donde otros se hacen remplazar por un doble. A un acróbata profesional que le dijo, después de verlo correr un temible riesgo: “Yo, señor, ni por un millón me habría atrevido a hacer lo que usted acaba de realizar”, Belmondo respondió: “Por un millón, yo tampoco”. Sabía que ganaba mucho más, pero el humor, la carcajada, eran más fuertes en él. Una de sus mejores réplicas en una película: “¿Sabe usted la diferencia entre un ladrón y un imbécil? Y bien, un ladrón descansa de vez en cuando”. Sabía hacer reír y, al mismo tiempo, incitaba a reflexionar.
Un dicho popular afirma que la crítica es fácil mientras el arte es difícil. Es una evidencia. A diario se ven ejemplos en la prensa, los medios audiovisuales, los libros, los debates, donde cada quien se esmera en criticar a su vecino, su jefe, su rival o su simple competidor. Sin embargo, la opinión pública espera con impaciencia el movimiento opuesto a la crítica, el de la admiración y el entusiasmo. El público tiene necesidad de héroes, y puede encontrar en todos los dominios. Jean-Paul Belmondo respondió a este anhelo. Colmó la necesidad de admirar, amar, compartir la dicha de vivir. Hoy es Messi, mañana será otro campeón. Ayer era el Che, pronto nacerá el culto de una nueva figura que podrá contemplarse en innumerables pósters para adornar las paredes de sus admiradores. La necesidad de una imagen sagrada del héroe intocable es acaso una necesidad que responde al equilibro de sentimientos y pasiones humanos. ¿Cómo vivir sin ídolos ni esperanza de un mundo ideal?
La cuestión se plantea, al menos en el título de un libro: El hombre que no quiso ser héroe. Jean-Paul Belmondo nunca buscó volverse un héroe, y tal vez por esto llegó a serlo. Finalmente, el profundo carácter de este hombre dotado de tantos dones fue la modestia. El público no se equivoca y reconoce el carácter de alguien a quien se acepta como un amigo de toda la vida.