En una votación histórica y por unanimidad, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaró inconstitucional el artículo 196 del Código Penal de Coahuila, que sanciona con prisión de uno a tres años a las mujeres que aborten de manera voluntaria y a quienes las asistan. Como informó el ministro presidente, Arturo Zaldívar, este fallo establece un criterio obligatorio para todos los jueces y juezas del país, por lo que casos similares, pendientes de resolución en cualquier juzgado y tribunal del país, deberán fallarse en el mismo sentido.
En términos llanos lo anterior significa que “a partir de ahora no se podrá, sin violar el criterio de la Corte y la Constitución, procesar a mujer alguna que aborte” en los supuestos considerados válidos por el tribunal constitucional. La despenalización del derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos es nada menos que una conquista civilizatoria que pone a México a la vanguardia en la materia al convertirlo en la primera nación de América Latina donde una corte de constitucionalidad se pronuncia sobre el derecho humano de la mujer a determinar si desea ser madre o no.
A los integrantes de la Suprema Corte corresponde el mérito de poner fin a una deplorable inercia institucional que mantuvo un derecho fundamental en el limbo, librado a la arbitrariedad de congresos y gobernantes locales; pero el triunfo es de todas las mujeres que durante décadas han luchado en defensa de su dignidad, su soberanía y sus derechos hasta lograr el reconocimiento jurídico de la inalienable potestad que poseen sobre sus propios cuerpos.
Ya despenalizado el aborto, queda por delante la tarea de reglamentarlo. Ahora toca al Poder Legislativo aprobar las normas que fijen los plazos y los procedimientos, así como disponer la creación de la infraestructura y asignar los recursos necesarios para garantizar el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo a las mujeres que lo requieran. Al respecto, está claro que no basta con proveer de instalaciones y personal, sino que debe legislarse con amplitud de miras y con un cuidadoso apego a la perspectiva de género, de tal modo que los servicios provistos sean médica, ética y sicológicamente adecuados. No puede olvidarse que para muchas mujeres la interrupción del embarazo es una decisión difícil, cargada todavía de culpas y estigmatización social, por lo que el personal sanitario deberá estar preparado para acompañarlas con total respeto a su autonomía y su dignidad.
Ante semejante desafío, los legisladores federales harían bien en observar el ejemplo de la Ciudad de México, donde, lejos de librar el ejercicio de este derecho al arbitrio del mercado, se crearon los mecanismos para asegurar la gratuidad, la seguridad y el decoro de los servicios prestados por las instituciones públicas.
En conclusión, debe saludarse en los términos más efusivos este avance trascendental en el camino para desmantelar el régimen de opresión que han padecido las mujeres, pero sin perder de vista lo mucho que falta para lograr, tanto una vida libre de violencia en razón de género, como una igualdad sustantiva en todos los planos de la actividad pública y privada.