Siempre le dijeron que era “clínicamente interesante”, sin que él supiera bien a qué se referían, si era un cumplido, una descalificación, una burla o un diagnóstico. Esto, en la medida en la que fluía socialmente, de manera más que aceptable, con sus mañas y sus fobias como todos, sus debilidades y sus pasiones, sus mentiras y sus verdades, y sus verdades a medias, como todos.
Egoísta como cualquiera, se esforzaba meritoriamente en cometer generosidades hasta donde su semiautismo lo permitiera. Era tan distraído que pasaba por grosero. Se hacía el tímido y miope, pero nadie se la creía, decían que se hacía el guaje.
Contra las leyes de la lógica, la física y la vigilia, aprendió a hacerse invisible. Siempre le dijeron que no es posible, que estás y te ves, o no estás y no te ves, punto. Ya de niño jugó el fantasma muchas veces, sigiloso y de puntitas hasta para las travesuras estrepitosas. Lo difícil fue aprender a ser invisible en presencia de otro, o de muchos otros. Estar sin que lo vieran. En ciertos lugares, donde la gente anda con las pilas puestas, sí que se las olían, sospechaban su presencia, lo intuían, y seguido lo desenmascaraban. Era un riesgo de su juego.
Luego aparecía en otro lado, donde no se suponía que estuviera. A eso lo llamaba su personal factor sorpresa. El infiltrado perfecto, podía haber sido terrorista, sicario o espía. Ladrón. Conspirador. Fugitivo. Diletante, con una discreción extrema que era capaz de traicionar en cualquier momento. En sus buenos tiempos fue flaneur consumado de los barrios más canijos, las bellas ciudades donde perdía sus pasos y las ciudades feas donde lo atrapaba la noche. Como el pájaro solitario de Juan de Yépez, no tenía un determinado color.
Nunca le dijeron que era peligroso, pero él suponía serlo. Porque le convenía, se cuidaba cuidando a los otros como un ángel indolente y reticente.
Eso era: reticente. Incapaz de decir sí a la primera, o no. Ni a la segunda. Ni a la decimoquinta si podía. Lento pero ágil, procrastinaba en movimiento. Ese no correr ni detenerse, no gritar ni dar portazos, era el secreto de su método. Ya ven que incluso en la locura, especialmente en la locura, hay un método.
Podía llegar adonde fuera, aunque tenía una exasperante tendencia a extraviarse o a dar rodeos absurdos. Eran formas de tardarse. Posponía las decisiones hasta que se tomaban solas. Fueron tantas las cosas que no le ocurrieron, tantas las oportunidades que perdió. Sólo que hubo otras. A los que andan de vagos les pasan cosas raras, terribles, oscuras o maravillosas. Ganan tanto sin querer que nunca saben de lo que se pierden.
Una vez un sicoanalista, que también lo consideraba clínicamente interesante, le aseguró con brío que nadie es invisible y él, que tenía sus momentos de sensatez, lo comprendió perfectamente. De todos modos fue inútil. Estaba empeñado en desaparecer. Nadie desaparece, eso lo sabemos bien hoy que padecemos tantas desapariciones de alguien que se llevaron con malas intenciones. Pero en aquel tiempo no era tan frecuente esa tragedia de página en blanco.
No conseguía desaparecer del todo; aunque se largara lejos, siempre le faltaba a alguien, siempre alguien lo buscaba, así fuera para reclamarle o insultarlo. O para decirle: “¿dónde estabas?, te extrañé”.
Conocía bien lo frágil y maleable de la víscera cardiaca. Por eso no jugaba el corazón en ninguna ruleta. Muy probablemente iba a perderlo. La experiencia se lo había enseñado vez tras vez. La mula no era arisca…
Por más que trataba de no atarse a una, siempre había una amarra, si no es que ancla. Houdini de las cadenas, las esposas, los mecates y los candados, por más que se soltaba le caían más lazos.
Un día decidió borrarse. Corría el fin de un siglo, de un milenio y de otros ciclos vitales fuera de lo ordinario. La gente estaba distraída con el inminente fin del mundo y el temor al futuro desnudo. En un acto de prestidigitación maestro, contuvo la respiración y cerró los ojos dejándoselos abiertos. Papó mil moscas de un bocado y se hundió en el suelo. Se volvió tierra negra, no quedaron ni cenizas. Cuando lo buscaron los forenses no hallaron rastros de su ADN. Así consiguió lo que más quería y más temía: ser olvidado. Las polvaredas del siglo siguiente cubrieron su rastro. Logró lo imposible: desaparecer a la vista de todos sin que nadie se diera cuenta. Soy de los pocos que saben dónde está escondido, sólo visible para su sombra.