No pude evitar estremecerme al leer el lúcido artículo de Hermann Bellinghausen titulado: “¿Presidentes asesinos?” ( La Jornada, 23/8/21). Frente a mis ojos observaba una pantalla tanática donde aparecían multitud de cadáveres ultimados por órdenes de varios presidentes de la República que abiertamente seguían los pasos del dictador Porfirio Díaz; varios de estos mandatarios gobernaron de 1917 a 2018. Con motivo de estos tétricos recuerdos, me remito a lo que pasó el primero de octubre de 1968. En esa jornada nos reunimos muchos estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) que participábamos en el movimiento estudiantil.
En esa asamblea reinaba un cierto espíritu de jolgorio, pero poco tiempo después apareció un ave de mal agüero; se trataba de un compañero llamado Javier Mena, quien moviendo nerviosamente sus manos auguraba que seríamos atacados con armas de fuego al día siguiente en un mitin convocado por los dirigentes del movimiento a celebrarse en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Javier había sido un militante anarquista que conocía muy bien el ADN represivo del Estado mexicano bajo lo que Mario Vargas Llosa llamó “La dictadura perfecta”.
Javier insistía en que únicamente en el periodo de 1934 a 1940 las cárceles habían dejado de albergar a presos políticos, se había permitido el retorno de exiliados y los asesinatos de disidentes habían desaparecido. Y el año anterior Javier había sido amenazado de muerte por personas allegadas a Carlos Madrazo, simplemente porque se había opuesto a que ese político fuera padrino de una generación de la ENAH.
La mayor parte de los compañeros consideraron que Javier exageraba y que soplaban buenos aires para el movimiento, ya que el gobierno había regresado las instalaciones de la Ciudad Universitaria de la UNAM a sus autoridades y algunos dirigentes del movimiento estaban negociando con algunos funcionarios del gobierno. Al final, se aceptó la propuesta de Javier Mena de que en el mitin nos colocáramos cerca de la calles de Manuel González, porque en ellas se cerraría el cerco producido por el Ejército en caso de un ataque. Y en efecto, fue por ese rumbo que pudimos evadirnos cuando empezó la agresión contra la multitud indefensa.
Si bien Venustiano Carranza intentó condenar a muerte a tranviarios huelguistas y mandó a asesinar nada menos que a Emiliano Zapata y a Felipe Ángeles, el estadista más adicto a los baños de sangre fue Álvaro Obregón; este turbio sonorense decía: “en México, si Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín! Y fue entonces cuando quedó marcado por la señal de Caín y mandaba a eliminar a quien osara oponérsele. Como es bien sabido, decidió mandar al más allá a su compadre Francisco Serrano y a varias personas inocentes que lo acompañaban.
En 1915, cuando estuvo a punto de suicidarse, en los días de las batallas de Celaya y Trinidad, debido a la pérdida de su mano y parte de su brazo, el general Fortunato Maycotte le salvó la vida; años después el sonorense lo mando asesinar. No tuvo mejor suerte José Isabel Robles quien le había salvado la vida cuando Pancho Villa lo quiso fusilar; el ansia criminal de Obregón lo eliminó. El general Nieves que quería que se indultara a Felipe Ángeles fue erradicado del mundo de los vivos por el matarife nacido en Sonora. Lo que olvidó Obregón fue el refrán que dice “el que a hierro mata, a hierro muere”.
Plutarco Elías Calles fue un excelente discípulo de don Álvaro en eso de llenar los cementerios, y la señal de Caín ha envuelto las personalidades de sujetos como Gustavo Díaz Ordaz y algunos otros de macabras apariciones recientes. Algunos políticos sagaces han declarado que no deben producirse mártires en las filas de la oposición.
No ha faltado quienes han dicho que Fidel Castro murió casi en forma rutinaria, mientras que el deceso de Ernesto Che Guevara lo elevó a la categoría de gran símbolo de lucha de los pueblos oprimidos del mundo.
El abyecto crimen cometido en la persona de Rosa Luxemburgo la ha ubicado en una memoria colectiva de los pueblos, patrimonio de miles de personas que se sienten impulsadas al combate emancipador por su luminoso ejemplo, y nada tiene de extraño que el recuerdo de Emiliano Zapata sea una fuerza motora que aliente miríadas de hombres y mujeres a buscar ardorosamente la realización de sus anhelos liberadores.
Los ejércitos nazis sembraron de muerte y terror varios sitios de Europa y África. Además de combatir a los ejércitos aliados, cometieron el error de estar enviando a la muerte a miles y miles de personas, lo cual produjo la aparición de multitud de movimientos de resistencia que asestaron muy rudos golpes a la barbarie hitleriana.
La señal de Caín termina por volverse en contra de quienes la usan como arma mortífera. Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación, declaró hace tiempo que México es una gran fosa repleta de cadáveres.
El combate a todo tipo de delincuencias letales no debe basarse tan sólo en una confrontación estéril, sino eficaz, en un poder judicial que cumpla con eficiencia su cometido, en una investigación judicial de tipo científico en el combate a la corrupción, y la erradicación de las principales causas estructurales de la delincuencia, en el respeto a los derechos humanos y en las prácticas de salvaguarda de la ciudadanía frente a ese mal mayor. Y esperando que el respeto a la vida humana se convierta en algo tan natural como respirar los aires de esta patria atormentada.
* Antropólogo e investigador del DEAS-INAH