No sobra insistir: la humanidad vive no sólo una época de turbulencia y cambio, sino un auténtico, cuanto ominoso, cambio de época. Así lo propuso preclaramente Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal, en 2009, de cara a la que entonces parecía la “más grande” de las crisis. No llegó a ocurrir, pero sucede que ahora enfrentamos una coyuntura similar.
Natura y especie se dan la mano, no hacia el progreso ininterrumpido en el que fuimos educadas centenas de generaciones desde finales del siglo XVIII, sino para ponernos al borde de situaciones que no pocos califican de apocalípticas. Fin de época, sin relevo a la vista.
El célebre the end is coming que proclamaban desesperados clochards en Manhattan o en Hyde Park en Londres, con los días se vuelve proyección tecnocrática, vehículo emblemático de las potencialidades destructivas a la vez que redentoras de la ciencia de nuestro tiempo. En todo el mundo, hoy es posible encontrar metáforas de aquellos desastrados profetas, pero en lugar de pancartas mal pintadas, con cuadros y gráficas que circulan en los múltiples encuentros virtuales que el zoom propicia y auspicia.
Hace unos años, en una mesa redonda sobre la crisis de 2008, en la Escuela de Economía de Londres, le preguntaron al estudioso Wolfgang Streeck si el capitalismo empezaba a vivir su fin; sin angustiarse, el investigador de Frankfurt respondió que no lo sabía, pero que si eso ocurría, habría que asumir que el mundo viviría una transición larga y dolorosa.
Cambio de época o cambio de régimen no son eventos que deban festinarse ni verse como ocasiones para la celebración. Lo que esta pandemia dejará son enormes cantidades de damnificados y daños; no sólo personas de todas clases y edades ahora recelosas, sino sueños y esperanzas fracturados, empresas y ahorros terminados; en primer término, el miedo a una ecuación que privilegia como fatalidad la enfermedad sobre la salud.
Por si no fueran graves por sí mismos esos daños, habrá que añadir el peso de una economía oxidada, con estructuras descoyuntadas y sin las potencialidades indispensables para promover el salto necesario: de la recuperación a la reconstrucción y el desarrollo sostenido. Sin haber superado los inventarios inicuos de la pobreza y la desigualdad, el hecho de que no haya irrumpido la furia social, habla de una paciencia heroica, no eterna.Y poco nos dice de lo que en esa paciencia se cocina respecto de la sociedad y el Estado en su conjunto.
Si en efecto el país se encamina a un cambio de régimen, lo primero que habría que hacer sería validar la capacidad para encarar los primeros impactos del cambio de época marcado por los embates del cambio climático y una extrema caída económica. El régimen político no puede ni debe seguir ajeno a la economía y a la sociedad, desde donde pueden emerger tendencias decisivas de cambio, pero también de corrosión y de-sequilibrio extremo.
Buscar claridad sobre estos panoramas debería ser tarea central del nuevo Congreso de la Unión. Construir contextos reflexivos, basados en deliberaciones organizadas, pero arriesgadas, debería ser compromiso principal del Poder Legislativo, para ver si el gobierno de la 4T abre oídos y pone en sintonía sus entendederas.
El tiempo no es precisamente algo que nos sobre. Tampoco, la disposición al diálogo en los pasillos de Palacio.