Tras la caída de la Ciudad de Tenochtitlaán, hace 500 años, los españoles no encontraron mejor manera en su intento de conquistar a los antiguos mexicanos que hacerlo a través de su pensamiento, por lo que a la violencia física sumaron la sicológica y comenzó una estrategia de sometimiento contra la población indígena a la voluntad de los europeos; para ello, como principal herramienta, se utilizó la evangelización. Los sacerdotes cristianos tenían para entonces una larga historia –de mil 500 años– en la utilización de la mercadotecnia del dogma, e inmediatamente identificaron deidades, celebraciones y tradiciones, además de fechas simbólicas y ceremonias prehispánicas, para disfrazarlas con sentido cristiano y, con ello, llevar a la población a adorar a su dios y adoptar como suyos mandamientos de sumisión sin abandonar del todo sus rituales; así, los mexicanos continuaron yendo al Tepeyac a adorar a la madre de todos los dioses, a quien le pusieron vestimenta distinta y otro nombre: Guadalupe.
Con la consigna de llevar a cabo una evangelización en la Nueva España, llegaron a nuestro país frailes de distintas órdenes. En 1523, fray Pedro de Gante, personaje cercano al emperador Carlos V –el hombre más poderoso del mundo en aquella época–, fue encargado de planear y ejecutar la labor de convencer a los indígenas de adorar una imagen que los mexicanos no comprendían: un dios torturado y sacrificado por los hombres cuya figura era reverenciada por los mismos que les impedían sacrificar, en honor a sus propios dioses, a los hombres.
Tras Pedro de Gante llegó un grupo de franciscanos al que llamaron “los 12 apóstoles” y con ellos las actividades inquisitoriales, primero con el padre guardián fray Martín de Valencia, a quien le sucedieron personajes responsables de un encargo que no funcionaba de la misma manera que en España debido a varios factores, entre ellos, la diversidad de lenguas, o que se tenía la ordenanza de que los indígenas recibieran condenas menos severas que las de los españoles; aun así, aquel decreto no siempre se cumplió; ejemplo de ello se puede ver con fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la diócesis de México, y en 1535 primer inquisidor de la Nueva España.
Zumárraga emprendió varias causas, de ellas la mayoría fueron contra indígenas, tal vez la más –tristemente– recordada es aquella que encausó contra Carlos Ometochtzin, nieto de Nezahualcóyotl y señor de Texcoco, acusado de idolatría y realizar sacrificios humanos. El inquisidor no tuvo empacho en quemarlo vivo, por lo que fue severamente reprendido por sus altos mandos en España.
Para aquella época la Inquisición en la Nueva España no tenía sede como tal, el Santo Oficio se estableció en el Palacio Episcopal, para lo que se tuvieron que adecuar espacios donde ubicar a inquisidores, fiscales, tesoreros y –por supuesto– reos. No fue sino hasta 1736 que, tras cuatro años de obras, la Inquisición tuvo sede: El Palacio de la Inquisición –ubicado en la hoy Plaza de Santo Domingo–, que después alojó a la Escuela Nacional de Medicina y hoy alberga al Museo de la Medicina Mexicana; es un edificio que guarda, al menos, 84 años de injusticias cometidas por la nublazón al juicio que sólo el fanatismo puede crear.
Los tormentos en este edificio no sólo sucedieron mientras fue sede de la Inquisición. Uno de los más terribles martirios en este lugar se dio cuando era ya la Escuela de Medicina; fue autoinfligido y conducido por voluntad propia hasta la muerte; se trata del suicidio de Manuel Acuña, poeta atormentado y no correspondido por su amada Rosario a quien antes de morir compuso su último poema, “Nocturno”, dejando en él la prueba de que, al lado del de Acuña, cualquier otro Edipo es menor.
Alrededor del Palacio, y de la Inquisición, existen historias terroríficas a las que se suele colocar, para intentar entenderlas, en una época de oscurantismo y sinrazón que vemos lejana. La realidad es que se tiene registro de 300 personas juzgadas y, de aquellos juicios, se sabe de 43 sentenciadas a muerte en la hoguera, por lo que antes de horrorizarnos por lo sucedido antes de que México fuera un país independiente habríamos de preguntarnos sobre los motivos de los crímenes de odio en la actualidad y echar un ojo al oscurantismo presente, por ejemplo, el que se da con las alianzas de representantes de la ultraderecha en el Senado con agrupaciones políticas extranjeras que, en el siglo XXI, afirman que los españoles “vinieron a conquistar a México para salvarnos”.