Situado al norte de Buenos Aires, Nordelta es un fastuoso paraje. Concentra las casas y las villas de quienes pueden pagar cantidades inverosímiles en dólares: empresarios, financieros, artistas, deportistas, CEOs de compañías extranjeras y uno que otro hombre del narco. La nueva globalocracia y la sociedad del espectáculo que la rodea.
Las vistas del paisaje son asombrosas, los jardines y céspedes cuidados al ras, y por sus vías internas circulan automóviles último modelo. Siempre hubo ahí algunos capibaras (también se les conoce como carpinchos). Un amable roedor herbívoro, que mide entre un metro y 1.30 metros de largo, son crepusculares y llegan a pesar hasta 70 kilogramos. Se alimentan de pastos, plantas y frutas que crecen en los humedales, su hábitat por excelencia. Viven en constelaciones de 20 a 30 integrantes. Durante años mantuvieron una convivencia sin sobresaltos con los adinerados residentes de Nordelta.
En los meses más recientes de la pandemia, la población de carpinchos se multiplicó exponencialmente. Se les ve circulando por doquier entre los jardines y las calles del fraccionamiento y, desde su masivo arribo, se comen los céspedes y las plantas, incluso las que cuelgan de los balcones de las casas. De manera bastante organizada, han ocupado las calles interponiéndose en el tránsito de vehículos y, por más pacíficos que sean, han mostrado que pueden defenderse de los perros que cuidan las mansiones del lugar. Para impedir su llegada, los vecinos empezaron a armarse de sus rifles de cacería y planear la colocación de trampas, hasta que se los prohibió el Ministerio de Protección de Animales.
De facto, la noticia ha ocupado las planas de una parte considerable de la prensa global. Los titulares de las primeras notas eran predecibles: “Los carpinchos invaden los humedales”; “Una horda de capibaras toman por asalto Nordelta”; “Carpinchos atacan a las mascotas”; “Roedores gigantes provocan accidentes de tránsito” y así sucesivamente. Siempre el mismo sospechoso y decimonónico relato de humanos asediados por la naturaleza como en un cuento de Lovecraft. Pero ninguno de esos reportajes iniciales se detuvo en la trágica y crítica devastación ecológica de los humedales (que se derivan de los ramales del Paraná) provocada durante décadas por la fruición de fraccionadoras y empresas de bienes raíces. Menos aún en las razones de los carpinchos. Mucho antes que los humedales fueran textualmente invadidos por los seres humanos, había ahí una vasta fauna y carpinchos por doquier, que fueron desplazados sin miramientos. En realidad, fueron los humanos quienes ocuparon y desolaron un territorio donde ingresaban como una especie más, tan sólo para convertirlo en una zona de lujo deshabitándola a través de una suerte de “limpieza” de su pluralidad de especies (tal vez se podría empezar a hablar de limpieza especista). Una perspectiva invisible ahí donde la naturaleza aparece como una mercancía infinita de valor cero, no sólo por lo que representa en su conjunto, sino como el lugar que alberga, en su interrelación, a miles de seres diversos. En rigor, lo único que hicieron los carpinchos fue retornar a su lugar de origen; digamos, después de una diáspora.
Lo que siguió desató la defensa masiva de los capibaras. Lejos de reocupar la totalidad del humedal, se concentraron sólo en donde habitan los ricos (una acción en cierta manera inexplicable, porque las zonas abiertas se encuentran en la dirección opuesta). Llegaron entonces las protestas, la ironía y los memes: “La guerrilla carpincha ocupa el humedal de Nordelta”; “El Ejército Carpinchista de Liberación Humedal avanza”; “Car Pincho Marx organiza la resistencia”. Y los reclamos de la sociedad a que no toquen a los animales. El País resumió la situación de la siguiente manera: “Una invasión de carpinchos agita la guerra de clases en Argentina”. Y The Guardian: Attack of the giant rodents or class war?
No es imposible que los animales se estén rebelando desde hace tiempo y no nos hemos dado cuenta. Sobre todo si se han transformado en un objeto de gula de los humanos. Si fuera así, y el virus del Covid-19, por ejemplo, saltó de un animal a un ser humano, no habría entonces que sorprenderse. Hace mucho tiempo que se canceló el argumento de que los animales son parte de la cadena alimentaria de las sociedades. Hoy en día son objeto de una desaforada incontinencia alimentaria, sirven como conejillos de indias para hacer pruebas de centenares de mercancías o experimentos científicos y se emplean indiscriminadamente en la industrias del vestido y de la ornamentación.
Lo que impresiona en el retorno de los carpinchos es la capacidad que encierran los conflictos entre animales y humanos para definir lo que el poeta chileno Andrés González ha llamado “la agenda y la agencia política”. No es casual. Sí toda solución para repensar la estructura profunda de la sociedad actual pasa por una salida ecológica, es decir, por la reconfiguración de un hábitat singular, ese hábitat está constituido por decenas de centenares de seres, entre los cuales el humano es sólo uno de ellos.