Huehuetán, Chis. Sin presencia de agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) presentes, la caravana que partió de Tapachula pasó por la tarde junto a la estación migratoria de Huehuetán, tras 23 kilómetros de recorrido bajo una temperatura de casi 30 grados y con lluvia por momentos.
La combinación de ambos factores ya muestra sus efectos en los cientos de integrantes de la caravana migrantes (aproximadamente unos 700). Mientras por la mañana lograron avanzar por casi hora y media sin detenerse, después de mediodía ya eran constantes los descansos.
Con cada parada se incrementa la atención de ampollas, deshidratación y dolores musculares en los puestos improvisados de representantes de organizaciones que brindan atención a migrantes.
A su paso un par de patrullas de la Guardia Nacional los acompañan para abrir paso en la carretera, sin registrarse en el trayecto ninguna detención de migrantes. Por la madrugada, antes de salir, elementos de la Guardia Nacional y del INM realizaron operativos en los que detuvieron al menos unos cinco centroamericanos y haitianos que dormían en el centro de la Ciudad.
Después montaron un operativo en el perímetro, a pesar de lo cual iniciaron inició la marcha, pero con menos personas de las que se estimaba.
En uno de los descansos Cristy aprovecha para recuperar fuerzas. Sentada bajo un árbol y con una niña pequeña en brazos, muestra un rostro cansado aunque asegura que en el fondo mantiene esperanzas de llegar a Estados Unidos e iniciar una nueva vida.
Dejó Honduras hace cuatro meses y ha logrado sobrevivir con ayuda de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) y de la Agencia de la ONU para refugiados (Acnur), ya que no hay nada de trabajo para ella. En Tapachula rentó una casa donde vivía con su mamá, sus hermanos y su hija de un año.
Se fue porque en Honduras “había mucha pobreza, no había trabajo y había mucha delincuencia. Mi marido me golpeaba mucho”.
A sus 19 años, con una expresión con mezcla de tristeza, cuenta que no siempre ha logrado conseguir dinero para los pañales y comida de su hijo, “pero hay siempre uno tiene que luchar por ellos y aquí he hecho cosas que no son de mí, pero lo tengo que hacer por ella”.
Un poco más atrás se encuentra Aurora, también de Honduras. Viaja sola con sus cuatro hijos, pero inició la travesía únicamente con dos de ellos, pero cuando “la cosa se puso más fea”, enviaron a los otros dos. La más chica es de cinco años, y el más grande de trece.
En San Pedro Sula “me quemaron mi casa, y ya no puedo estar allá. El papá de mi niño es pandillero, y como no se lo quise entregar quemó la casa, ya me quitó una bebé y la bebé se murió, ya después que se murió él quiere quitarme a otro y no se lo voy a dar”, recuerda. Su esposo también la golpeaba.
Ha sobrevivido en Chiapas cuidando niños y vendiendo chicles, lo que le dejaba de ganancia entre 100 pesos y 150 al día, cuando tenía suerte.
Mientras hondureños, salvadoreños y venezolanos relatan las vivencias que los orillaron a dejar sus países, los haitianos, que son alrededor de la mitad de la caravana, son más reservados y la mayoría prefiere no hablar.
Casi al final del contingente, José Edgardo, muestra las cicatrices en su manos producto de las puntadas obligadas luego de una golpiza propinada por pandilleros. A pesar de huir de una amenaza de violencia no ha tenido respuesta en sus solicitudes de refugio y decidió salir en caravana junto con dos hijos que alternan una carriola.
Sólo los observadores y representantes de organismos de derechos humanos les ofrecen agua o un plátano para recuperar potasio. Beben el líquido casi de un sorbo, desgastados por la caminata. Después de ocho horas de recorrido ya es común escucharse gritos de “tengo hambre”, clamando a quien escuche. Aún les faltan cerca de cuatro horas para Huixtla, donde van a pernoctar.